Abramos el melón: la muerte.
La muerte es un misterio, de eso no hay duda. ¿Y qué hacemos los humanos al enfrentarnos al misterio? Utilizamos lenguaje para tener algo manejable con lo que aproximarnos a lo infinito. Creamos símbolos e historias que nos permitan relacionarnos con ese misterio. Estas historias, por lo general, no las elegimos. Más bien nacemos en un lugar particular y nuestra cultura y círculo social se encarga de programar nuestras mentes inocentes con las creencias con las que ellos fueron programados.
Pero el menú es amplio, y hay tantas creencias disponibles sobre la muerte que, el que quiera, puede escoger las que más se adecúen a su temperamento y sus gustos. Para el gótico, la muerte es algo que venerar. Para el científico escéptico: el final y, después, la nada. Para el estoico, una fuente de motivación. Para el adolescente, algo que solo les pasa a los ancianos. Para algunos ancianos, algo temible; para otros, un alivio. Algunos religiosos dicen que hay un juicio que decide si vamos al cielo o al infierno. Otros hablan de la reencarnación. Otros de encontrarse con los seres queridos. Las creencias son variadas, pero en general comparten estos elementos: que la muerte es una certeza, que da miedo y que es el final de la vida.
Todo esto que acabo de escribir habla de historias, de creencias, no de la muerte en sí. Algunas creencias son más verdaderas, en el sentido de que reflejan la realidad con más precisión. Pero las creencias no son la cosa en sí, son solo lenguaje, símbolos de símbolos, un dedo señalando a la luna, no la luna en sí.
Nietzsche dijo que “el lenguaje sirve para ocultar la verdad”, así que todas esas creencias no hacen más que oscurecer la verdad. Como el camino espiritual va sobre desmontar creencias, me gustaría visitar algunas de las que giran en torno a la muerte y que, en mi mente, ya no tienen ninguna validez.
La primera y fundamental es que entender la muerte como el final de la vida es un error. Es el final del cuerpo, sí. Pero no de la vida, que es lo que realmente somos. El origen de la vida no se encuentra en un proceso biológico, sino en la consciencia, que es infinita y no está sujeta a nada parecido a la muerte. Otra manera de decirlo sería que la fuente de la vida es Dios. Todo lo que es de Dios comparte sus cualidades y por lo tanto no tiene principio ni fin.
Si no somos conscientes de esa realidad es porque tenemos todo tipo de creencias limitantes acerca de la vida y la muerte. Las creencias actúan como filtros en nuestra percepción, por lo que estamos limitando nuestra propia consciencia.
Por eso Jesucristo dijo que todo el que creyese en él no se perdería, sino que tendría vida eterna. Cristo es la vida eterna, con lo cual promete que, si creemos en Él y abandonamos nuestras creencias limitantes, antes o después acabaremos expandiendo nuestra consciencia lo suficiente como para ver que somos, y siempre fuimos, esa Vida eterna.
Krishna, al igual que Jesús, es una encarnación divina. Vivió en la India hace unos 5 milenios. En una de las escrituras sagradas de la India, el Bhagavad Gita, Krishna le dice a su amigo Arjuna “Nunca hubo un tiempo en el que yo no existiera, ni tú, ni todos estos reyes; ni en el futuro ninguno de nosotros dejará de ser.” Misma idea.
Realmente somos la Vida misma, no el cuerpo. El cuerpo es solo un vehículo, un guante que la mano invisible de la Vida se pone para poder tocar el piano. La gracia de la experiencia humana es que, al nacer, olvidamos nuestra verdadera identidad, y al poco de nacer empezamos a identificarnos con un guante. Eso es un problema, porque vivimos de forma acorde a lo que creemos que somos. Si lo que somos es la Vida misma, actuamos como Cristo. Si lo que somos es un cuerpo: hay multitud de cuerpos separados los unos de los otros, el conflicto será inevitable, y al final todos “mueren.” De esa perspectiva no puede surgir nada bueno. El conjunto de creencias que gira en torno a esa idea de que somos el cuerpo es lo que llamamos el ego.
Sigo con una analogía.
Nuestra cocina está llena de electrodomésticos: la nevera, el microondas, el horno, la tostadora… Todos ellos hacen cosas muy distintas: unos frío, otros calor, unos tienen luces, otros hacen ruido. Pero todos se alimentan de la misma fuente de energía, la electricidad, que los anima a todos por igual. La electricidad es única y de una naturaleza muy distinta a la de los electrodomésticos. La electricidad y una nevera tienen poco en común.
Ahora, un giro. Imagina que la electricidad de pronto adquiriese la capacidad de conocer aquello que alimenta. De forma instantánea, todos los electrodomésticos de la cocina despertarían a sus propios procesos eléctricos, es decir, cobrarían consciencia de su propia actividad. La nevera experimentaría frío dentro y calor fuera, y vería cómo al abrirse su puerta se enciende una lucecita dentro. El microondas sería consciente de la hora y, de vez en cuando, experimentaría un campo electromagnético en su interior mientras algo da vueltas. La tostadora se despertaría al bajar una palanca, experimentaría un calor tremendo y un olor muy rico y después, con el salto de la palanca, volvería a dormir, soñando con una lucecita roja.
Ahora, la paradoja que nos atosiga a los humanos: es innegable que, en esa cocina, hay algo que está experimentando frío, calor, lucecitas y otras fenómenos cocinillas. La pregunta es, ¿quién o qué está experimentando todo eso?
La nevera podría preguntarse “¿Quién soy yo?”
Si la nevera tuviese ego, diría “yo soy la nevera». Pensaría que ella misma es la que se está experimentando a sí misma. Esto se reforzaría al oír a otros egos hablar de que ellos experimentan cosas distintas: calor, en lugar de frío, por ejemplo. Esas diferencias no harían más que alimentar su sensación de separación. Siendo la única que hace frío y, aparentemente, la favorita de la dueña, empezaría a sentir orgullo. “¿Qué tendré que ver yo con el horno, que todo lo que hace es quemar lo que yo enfrié con tanto esfuerzo?” Se pregunta con cierto recelo al mirar al que comienza a considerar su archienemigo. Curiosamente, ese enfado hace que su temperatura interna aumente. “¡Ah!” exclama, sintiendo culpa por primera vez. La culpa bloquea su energía, la temperatura baja de nuevo. Interpreta entonces que la culpa es una respuesta adecuada al enfado. Y así comienza el caos interno en el ego de la nevera. La electricidad, además, sería la gran olvidada, ya que para poder descubrir su presencia, alguien tendría que dejar de pensar en lo que hace y preguntarse “¿cómo es que hago lo que hago?”, comenzando a cuestionar su propia naturaleza. Algo poco común entre los electrodomésticos.
Por otro lado, en este universo en el que la electricidad es consciente, imaginemos que los electrodomésticos no tienen ego. En cada electrodoméstico hay una experiencia sí, pero no superpondrían a esa experiencia la idea abstracta de un individuo separado. Siendo ese el caso, resulta más fácil entender que la única que está conociendo todas esas experiencias es la electricidad, que desde un inicio es la única consciente. La nevera no experimenta las actividades del horno. Pero la electricidad sí conoce la actividad de todos hasta el último detalle. Si le preguntasen entonces a la nevera “¿Quién eres?”, quizás contestaría lo que el arbusto a Moisés: “Yo Soy el que Soy.»
En el primer caso, el mundo donde los electrodomésticos tienen ego, cuando uno se estropea es todo un drama. “Ah, ¡ya no enfrío como antes!” se lamenta la nevera. Hasta que un día, un pico en la tensión aumenta la potencia de todos durante un segundo y, la nevera, que ya andaba haciendo ruidos raros, sufre un cortocircuito en un pequeño cable y el aparato entero se apaga. Todos los demás están bien, salvo por el drama de ver a nevera apagarse. Qué duro el día en que se la llevan. Cuentan historias: el día de la gran fiesta en que Nevera fue capaz de enfriar 80 cervezas antes de que llegasen los invitados. Y ahora traen otra que supuestamente enfría mejor, pero solo habla sueco y no muestra el más mínimo interés por los demás. Bueno, algo así ocurre en el mundo de los egos, mecánicos y humanos.
En el mundo sin egos, habría la experiencia de una nevera y de un horno, ¡pero sería la electricidad la que los experimentaría a ellos! Ellos experimentarían su propia actividad como la expresión de algo más grande que ellos. No hay conflicto posible, porque no hay nadie ahí que pueda enfrentarse con otro. Todo funciona en armonía, dirigido por una única inteligencia. El día en que se produce el pico de tensión, la nevera se estropea y se desconecta de la red. La electricidad que alimenta todas las cocinas del mundo experimenta una nevera menos. Poco después, una nueva nevera es enchufada y voilá, ¡esta es incluso mejor! La electricidad es lo que es, no sufre cambios ni siente la necesidad de hacerlo. ¿Qué podría anhelar la electricidad? Esta ausencia total de deseo o anhelo es la experiencia de la paz. Todos los electrodomésticos participan de esta paz y cumplen su función en todo momento de la mejor manera posible dadas sus condiciones. La muerte no es ni siquiera un concepto y, si la electricidad oyese hablar de ella, no entendería nada, porque no hay nada en su experiencia que se asemeje a ese supuesto punto final. Es la cocina del Edén.
Volviendo a los seres humanos, todos andamos entre un extremo y otro. “¡Viva la muerte!” gritan algunos; “¡Viva la vida!” cantan otros. Cuanto más se acerquen nuestras creencias al grupo “¡Viva la muerte!”, más oprimida estará la vida que somos. Las cualidades inherentes a la Vida (libertad, alegría, amor, completitud, inteligencia, creatividad…) serán fuertemente reprimidas. Esto ocurre a nivel individual (los góticos no suelen sonreír en las fotos, o en general) y también a nivel social (como es el caso en los regímenes totalitarios).
En cambio, cuanto más se acerquen nuestras creencias al “¡Viva la vida!”, más brillarán esas cualidades que heredamos de la divinidad. Por eso, una de las prácticas más sencillas y potentes que conozco es ser amable con todas las formas de vida, incluido uno mismo. La clave para que esto funcione como práctica espiritual es que no puede haber excepción. Si esto se adopta como un valor sagrado, nuestra forma de experimentar la vida comienza a transformarse. La vida comienza a brillar más y más: hay más energía para hacer cosas, más libertad interna, la inteligencia y la creatividad comienzan a potenciarse sin límite y, sobre todo, se descubre que la paz y la felicidad se encuentran dentro y a nuestro alcance en cada instante. Si uno sigue avanzando, buscando experimentar la belleza de cada forma de vida, saludando con reverencia a esa Vida que intuye es la propia, al final, la promesa es que la divinidad se revela como la fuente de la vida y la muerte desaparece por completo. Simplemente ya no es una posibilidad.
Bueno, creo que lo dejaré aquí por hoy. Podría escribir un libro sobre esto. Puede que ya lo esté haciendo, ¡quién sabe! Hay más cosas que me gustaría compartir sobre este tema, así que espero escribir una segunda parte. Hasta entonces, sé amable y ¡Viva la vida!
Los dibujos los he hecho esta semana en una clase en la que nos juntamos un grupo de músicos e improvisamos. Como no podía cantar, me llevé los lápices.
Por último, aquí va una canción magnífica del último álbum de mi querido Juan Azul, que acaba de publicar. Acaba así:
Se encuentra a las puertas del olvido
Y está de pie
Mirándole a los ojos a la muerte
Va a sonreír
Pensando que ha sido una suerte
Ser feliz
Puedes escucharla haciendo click en la portada:
Con todo mi amor,
A.