Cumplí los 21 en Chicago. Estaba pasando un año allí, haciendo el último curso de ingeniería electromecánica. No conecté demasiado con mis compañeros ingenieros, así que me pasaba el día solo, paseando, utilizando la mente para descifrar el misterio de la vida. Lo que no sabía entonces es que la mente es como un bisturí, y que cuanto más la utilizas más desgarras aquello que observas. Esto lo aprendí mucho después, en la India, pero ya llegaremos a eso.
El caso es que, en esas conversaciones internas, que llegaban a durar días sin que nada o nadie las interrumpiese, llegué a dos conclusiones.
La primera, es que no había nadie más en el universo. Solo yo era real. Cuanto más lo pensaba, menos pruebas encontraba en mi experiencia directa que me asegurasen que los demás experimentaban la vida igual que yo. Yo tenía acceso a mi mente, pero no a la suya. ¿Cómo saber entonces que realmente existían, y no eran solo proyecciones de mi mente, igual que las personas que veo en mis sueños? ¿Dónde me dejaba esto? La conclusión es que yo debía de ser una especie de dios imperfecto. Esto me atormentaba gravemente, intuía que era una locura, pero no encontraba salida.
Por aquel entonces escuchaba mucho un disco llamado “Solipsism”, de un pianista llamado Joep Beving. Su música era triste, pero también cálida y acogedora. Un día, busqué a ver qué significaba el título del disco. Resultó ser el nombre de la teoría a la que había llegado: solipsismo. Esto me reconfortó en cierta medida, y también fortaleció mi orgullo intelectual.
[Te propongo que te pongas “Solipsism” para seguir leyendo, es un buen disco]
La segunda conclusión es que la vida en sí no tenía ningún significado. No había un absoluto, nada firme con lo que medir ninguna otra cosa. Todo era relativo, sujeto a cambio. El valor de las cosas lo podíamos crear los humanos con nuestra imaginación, pero eso no significaba que fuese real ni mucho menos. No había un Dios, aquello era totalmente ilógico. No había moral. Recuerdo robar un boli y otro día un pin, solo por ver qué sentía. No mucho.
Un día, componiendo una canción llamada “Motivation”, surgió un verso misterioso que no tenía ninguna relación con lo demás: “Embrace the absurd!”. Sonaba bien, lo busqué en Google por si lo había leído antes y vi que aquello era la conclusión filosófica de Albert Camus. Su filosofía, rama del existencialismo, se llamaba el absurdismo. La idea es que efectivamente la vida no tiene un sentido inherente y el universo es indiferente. Sin embargo, existe en nosotros el deseo constante de encontrar sentido. De ahí nuestra condición absurda. Lo mejor que uno puede hacer es abrazar ese absurdo y crear el sentido que le apetezca.
Gracias a dos canciones, le puse nombre a mi filosofía y con eso mi modelo de la “realidad” parecía acabado. Era estable, y sabía que estaba atrapado en un lugar no demasiado acogedor.
Todo esto, por cierto, no era solo una cosa intelectual. Esa duda existencial me causaba un dolor constante en mi estómago, que llevaba ahí desde la separación de mis padres, tres años antes, y que ningún médico había sabido sanar. Así que iba con él a todas partes. Intuía que mi estómago era inteligente, me lo imaginaba como un gato negro, y no estaba sano ni contento. No sabía ayudarle.
Tras un invierno muy gris, frío y largo, llegó el primer día de la primavera. Era un sábado soleado, los cerezos estaban en flor, los tulipanes se lanzaban a la apertura, y yo tenía una cita con H. Era la segunda vez que la veía, y mi corazón emulaba a los tulipanes. Esto era notable para mí porque normalmente mi pecho era un lugar estrecho y sombrío. Sin embargo, con ella había “conectado”. Sentía que había una cualidad distinta en ella. Sentía que podía verla, verla de verdad, y no a través del velo de mi locura como veía todo lo demás.
Pasé el día paseando con ella por ese Chicago primaveral y hablamos de Dios. Ella era evangelista (se estaba estudiando la Biblia de memoria). Yo era más bien ateo. Fue una conversación larga y bonita, buscando entender al otro. Yo llevaba mi corazón volando como una cometa o un globo de helio que se hinchaba e hinchaba, a punto de estallar. Le enseñé una canción que me gustaba mucho: “To Build a Home”, de Cinematic Orchestra. Acabamos en su apartamento y al final de la noche, en su cocina casi a oscuras, estallé y le conté cómo me sentía. Me dijo que era mutuo, pero que no concebía tener una relación con alguien que creía ser su propio dios.
Me fui a casa frustrado, caminando por un Chicago oscuro de neones, alcantarillas y trenes. Iba discutiendo con Dios (como buen ateo). Le echaba en cara que mis intentos de acercarme a Él fuesen totalmente fútiles. Que me hubiese mandado un ángel que claramente podía acercarme a Él, para luego rechazarme por no estar ya cerca de Él. Mi situación era absurda y cruel.
Así me fui a dormir, y así me desperté.
Lo primero que pensé, nada más retomar consciencia de mí mismo, fue “no me queda más que rezar”. Y finalmente me rendí; abandoné mi orgullo intelectual y mi esfuerzo mental por intentar resolver el misterio de la vida. Básicamente acepté la posibilidad de que Dios existiese y de que mi cerebro de bípedo implume fuese simplemente insuficiente para entender nada. Entonces dije en mi mente:
“Señor, si estás ahí, por favor, te pido ayuda.”
Entonces el dolor de mi estómago se esfumó por completo y de forma instantánea. Nunca volvió. Pero eso no fue lo más asombroso. Las otras veces en que había probado a rezar, en seguida paraba porque sentía que estaba hablando solo. Era como si me pusiese al teléfono y empezase a hablar sin haber llamado a nadie. Me sentía estúpido, mi orgullo me hacía sentir que era demasiado inteligente para eso. La diferencia esta vez fue radical. Sentí, al acabar mi breve oración, que alguien o algo descolgaba el teléfono del otro lado. Ya no estaba solo. Era evidente que estaba siendo escuchado. Y notaba esa presencia con claridad. Era igual a la mía, pero mi presencia estaba limitada a los confines de mi cuerpo y esta Presencia lo abarcaba todo. Era como si el espacio mismo dentro y fuera de mí vibrase con esa presencia. Hasta podía notarla al otro lado de la puerta, en el pasillo. Inmediatamente me puse a llorar. Y lloraba porque esa presencia estaba hecha de amor. Un amor tan completo y profundo que disolvía todo lo que no era amor y lo convertía en sí mismo. Era como un abrazo infinito. Era como haber vuelto a casa.
Salí de la cama, me miré al espejo y me vi a mí mismo llorando a moco tendido. Entendí entonces la parábola del hijo pródigo. Sentí que yo era el hijo que había estado perdido y había rechazado y despreciado su hogar. Pero ahora estaba de vuelta y todo eso daba igual. Era bienvenido sin reproche alguno. No había nada que perdonar. Era perfectamente amado así, tal cual era. Me metí en la ducha, llorando. Desayuné llorando, y llorando busqué alguna iglesia a la que ir. ¿Era domingo por la mañana y qué otra cosa podía hacer en ese estado? Encontré una cerca, bonita, de piedra, imitando a las europeas.
Salí de casa llorando, me puse los auriculares y sin mirar el móvil le di al play. Saltó la canción de anoche, “To Build a Home”, pero esta vez su belleza y significado aparecieron transformados, como todo lo demás. Sentí que ese amor omnipresente me hablaba a través de la canción, que dice así:
There is a house built out of stone
Wooden floors, walls and window sills
Tables and chairs worn by all of the dust
This is a place where I don’t feel alone
This is a place where I feel at home
‘Cause, I built a home
For you
For me
Cuatro horas estuve inmerso en ese océano de amor, mirando con los ojos muy abiertos a un mundo que aparecía transformado bajo esa presencia radiante. Cuatro horas estuve llorando, deshecho en ese abrazo infinito, hasta que poco a poco volví a aterrizar en la Tierra. Fue como si un velo volviese a cubrir mis ojos lentamente, devolviéndome a la solitaria perspectiva de habitar un cuerpo separado de todo lo demás. Pero estaba feliz, porque sabía que había recibido un regalo, una semilla, que ahora era mi responsabilidad cultivar.
Dos cosas ocurrieron: esa semana comencé a salir con H. y a día de hoy sigue siendo mi amiga. Lo segundo es que comencé un acercamiento a la Iglesia, a la que llevaba años sin ir. Pero esto no duró mucho. Las cosas que contaban en misa no se parecían en nada a lo que había experimentado. Yo solo sabía dos cosas: que había una divinidad cuya sustancia era el amor y que era la esencia de la realidad, de la que yo formaba parte, y que si ya no lo podía ver era porque había un velo que me cubría los ojos. Todo el tema de la confesión, la resurrección de la carne y demás asuntos religiosos me sonaba tan extraño e ilógico como siempre. Así que, desilusionado, poco a poco me volví a alejar de la religión y metí aquella semilla dorada en un cajón, sin saber qué hacer con ella. Y ahí permaneció oculta y casi olvidada durante algunos años, esperando.
A.