Iba a salir a pasear, pero al mirar he visto que el cielo estaba muy serio. Ahora está cayendo un diluvio tal que Serefé, el roble al otro lado de la ventana, está gritando “¡Madre del amor hermoso!” mientras sus ramas se agitan alocadas bajo los azotes del agua. Buen momento para ponerse a escribir.
Poco que contar por aquí. Mi vida esta semana ha fluido tranquila. El otro día hubo un salto maravilloso en mi consciencia. Me di cuenta, mientras lavaba los platos, de que no soy víctima de nada que suceda en este mundo. Sentí una alegría y fuerza tremendas, como si me hubiesen declarado rey de mi mundo interno, con el poder y la responsabilidad que eso conlleva. Sentí unas ganas tremendas de salir al aire libre, así que me fui con mi bici y un libro de Yogananda a la orilla del río Charles. Encontré un banco remoto, solitario, con mi nombre inscrito junto a un gran tilo, y ahí me senté a leer. No había acabado de leer la primera página cuando una rama inmensa del tilo se resquebrajó con un sonido terrible y cayó junto a mí. Me acerqué y vi que una colonia de hormigas se había zampado el interior del árbol. No creo en la suerte ni en las casualidades; todo es significativo y sigue una armonía divina, así que supe que había algo ahí para mí. Como dice Un Curso De Milagros, “todas las cosas son lecciones que Dios quiere que yo aprenda”. Pregunté cuál era el significado de aquello, y esto es lo que recibí en un instante.
Algunas veces he utilizado la analogía de que el ego es como un árbol. En el tronco está la que quizás sea su creencia central: la creencia en la separación. De ahí brotan las grandes ramas fundacionales: “la fuente de la felicidad está fuera de mí”, “soy limitado”, “el mundo está regido por la ley causa-efecto”, “soy un cuerpo”, “la muerte es una certeza y es inevitable”, “mi supervivencia depende de mí”, “soy el autor de mi vida”. De esas grandes creencias crecen otras miles y miles de creencias falsas, como ramas que se multiplican y extienden en todas direcciones. Este árbol es como un algoritmo de innumerables dualidades y contradicciones a través del cual procesamos nuestra vida. Cuanto más crece el árbol, más sombra da.
La vida no la experimentamos directamente. La vida es Dios mismo y un solo vistazo a su totalidad dejaría nuestra mente muda de asombro para siempre. Lo que experimentamos es ese infinito filtrado por nuestro algoritmo limitado particular. Por eso cada uno de nosotros tiene una perspectiva distinta, pero realidad solo hay una.
Al hacer trabajo espiritual, lo que uno hace es explorar las creencias fundacionales del ego y revelar, una y otra vez, que no están basadas en la realidad. Es como si uno se sentase todos los días junto al árbol con una navajita y todos los días cortase un poco más de ese tronco inmenso. A veces, si uno tiene buen karma y Dios está de buen humor, uno tiene un vistazo profundo de la verdad. Eso es como un machetazo al tronco.
La mayor parte de los días no pasa nada, al menos en apariencia. Pero si uno va perforando ese tronco y las ramas más grandes, al final un día una de ellas se cae.
Una de las ramas más grandes y que más sufrimiento causan es la de sentirse una víctima. Víctima de la enfermedad, del mal tiempo, del “sistema”, de una injusticia pasada, de un mal jefe, de todo lo que uno quiera ver en esos términos. Se basa en la falsa creencia de que la fuente de la felicidad se halla fuera de mí. Al adoptar esa posición, uno entrega su poder a algo externo. “Si tan solo esa cosa [de la que soy víctima] cambiase, entonces sería feliz”. Esta pérdida aparente de poder trae consigo una sensación de impotencia, autocompasión y otras muchas emociones negativas. A pesar de estar basado en la falsedad, cuando la mente adopta esa posición, toda nuestra vida pasa a través de ese algoritmo y de esas emociones, y eso es lo que percibimos, por lo que nuestra percepción del mundo corrobora y refuerza nuestra posición. Es difícil salir de ahí. Bueno, no es difícil salir de ahí, lo difícil es querer salir de ahí. Una vez uno quiere lo suficiente, Dios le ayuda y deshace de un plumazo lo que parecía una montaña imposible de trepar. Esto puede requerir mil oraciones o una sola.
Yo llevaba toda la vida sintiéndome víctima de mi salud. Hace un par de meses descubrí que no era una víctima en relación a perder mi voz una y otra vez (no la he vuelto a perder), pero esa conclusión no pareció extenderse de inmediato al resto de dolencias y desequilibrios. Hasta esta semana. Mientras lavaba los platos, la rama del victimismo acabó de ceder y se cayó por su propio peso. En lugar de hormigas comiéndose la madera, en este caso era el Espíritu abriéndose paso por mi neurofisiología, utilizando mi cuerpo para restaurar mi mente y mi espíritu.
Todo eso me dijo la rama de aquel tilo. Gracias.
Otro mensaje hermoso me llegó ayer a través de mi padre: me dijo que, en las épocas en las que me sintiese triste, deprimido o confuso, no me olvidase de agradecer. Al decir eso, me di cuenta de que en este último mes y medio, el agradecimiento no había estado tan presente en mi vida. ¡Con razón ha sido una época más gris! Para compensar, aquí va una lista exhaustiva de las cosas por las que en este momento me siento agradecido:
Mi padre y la manera en la que el Espíritu le inspiró en ese momento.
Recibir felicitaciones por mi santo, especialmente la de mi abuela.
Las plantas de mi casa siguen vivas.
La presencia alegre, sabia y amorosa de B. que llena mis días de luz de hogar.
Mi familia, que a pesar de estar muy lejos, está muy cerca.
Ser consciente de mi respiración en este momento, y encontrarla rítmica, profunda y lenta.
Mis maestros y guías, que acuden inmediatamente siempre que lo necesito.
Mi piano altar con pájaros sobrevolándolo.
Mi voz, cada día más sana, fuerte y bella.
Los amigos que he hecho en Boston y que son como puertos en los que atracar en mi travesía.
La consciencia de mi verdadero ser, refulgente y omnipresente, que se enciende de vez en cuando de manera inesperada y revela durante unos segundos que en realidad no hay ningún problema ni nada que temer.
Haber visto las 4 estaciones pasar por Serefé.
Esta tormenta veraniega.
Tener una bici.
El entusiasmo que se ha despertado en mí por cocinar. Ayer hice esta Summer Pasta Primavera
El picnic de anoche, cenando esa pasta de nombre indeciso junto al río con B. y amigos.
Mis maestros, de nuevo, por revelar la belleza con la que todo brilla.
Un Curso De Milagros, por enseñarme a perdonar y a reconocerme en todas las cosas.
Mi paso por Berklee, con las infinitas lecciones que tardaré el resto de mi vida en integrar.
Ese pajarito que canta ahora que la tormenta ha pasado.
Los amigos que tengo repartidos por el mundo, que pasan a menudo por mi corazón, trayendo regalos.
Mis manos, creadas para crear minuciosamente.
Mi casa, su simetría y armonía.
Esa madre pato que confió en mí y permitió que sus bebés se me acercasen a saludar.
El proyecto de estas monjas budistas australianas, leyendo meditaciones, oraciones y otros textos místicos con sus voces maravillosas.
Las hojas secas que me he encontrado antes en un libro de mi estantería.
La Voz que me indica hacia dónde ir a través del entusiasmo.
Este último mes y medio: fuerte entrenamiento en ternura, autoridad y confianza en la Realidad de Dios.
Por último, supremo y definitivo, Cristo, que encapsula en su amor, belleza y verdad todas las cosas aquí mencionadas y todas las que me faltan. Mi madre me enseñó de pequeño una oración, que olvidé durante muchos años (casi todos) y que he desenterrado esta primavera en mi mundo interno. Ahora comienzo a entenderla. Acabo con ella:
Jesusito de mi vida, eres niño como yo.
Por eso te quiero tanto y te doy mi corazón.
Tómalo, tuyo es, mío no.
Con todo mi amor,
A.
Subscríbete a Esferas