“Nada, excepto mis propios pensamientos, me puede hacer daño.”
Lección 281, Un Curso de Milagros
Hace algunos meses, decidí grabar un cuarteto de cuerdas para mi canción “Todo al Blanco.” La misión consistía, por un lado, en componer el arreglo y escribir las partituras, y por otro en buscar a dos violinistas, un violista y un chelista dispuestos a tocar. Nunca había hecho ni una cosa ni la otra. Rápidamente me di cuenta de que algo, dentro de mí, no me permitía avanzar. No sabía lo que era, pero su voz era la del miedo. Así que me quedé sentado, frustrado, frente a ese muro invisible durante varios meses.
El día en que acabé este cuatrimestre de Berklee, al fin liberado de los quehaceres de la vida del estudiante, decidí mirar hacia dentro, hacia el miedo. “Entra en esa cueva” decía una Voz desde el cielo de mi mente. No sabía lo que me iba a encontrar, pero sí sabía que fuese lo que fuese, me estaba impidiendo aprovechar mi experiencia en Berklee, avanzar como músico y en general disfrutar la vida a la que me siento llamado. Había llegado el momento de poner orden ahí.
Eso fue un viernes, y había programado la grabación del cuarteto para el siguiente lunes. A tres días, aún me faltaba acabar el arreglo y las partituras y encontrar a dos músicos. Me lancé contra el muro como un cohete y en lugar de atravesarlo me estrellé. Tuve una buena crisis interna desde la que resultaba imposible hacer lo que tenía que hacer, así que cancelé la sesión y dediqué la semana entera a recuperarme física y mentalmente.
Tras ese primer intento fallido, sentí que no podría atravesar ese muro yo solo, así que comencé a rezar, pidiendo ayuda de forma constante. Pasó un mes, y fue duro. Al estrellarme contra el muro, quizás no lo atravesé, pero sí se abrieron grietas. Como si hubiese abierto la caja de Pandora, por esas grietas comenzaron a surgir todos los males de mi mundo interno.
El camino espiritual es realmente análogo a un peregrinaje por tierras desconocidas. Hay etapas luminosas, por praderas verdes con pájaros, moras jugosas y ríos cristalinos, y hay etapas duras, por desiertos o llanuras pantanosas con bruma y mosquitos. Este mes y medio fue por un pantano. Desorientado, con los calcetines mojados durante semanas, y con la sensación constante de ir a ser atacado por algo que no podía ver pero cuya presencia sentía en la bruma. Por suerte, al haber acabado el cuatrimestre y estando aún en Boston, la única cosa práctica que tenía que hacer era mantener a mi cuerpo con vida, y no hice mucho más que eso.
En esa travesía fui enfrentándome a distintas facetas de mi mente: vergüenza, culpa, apatía, tristeza y miedo: las caras sombrías de una baja autoestima. Se destaparon traumas de la infancia, como cuando mis amigos, gritándome en el recreo, me hicieron sentirme humillado. Se arrancaron algunas raíces de las que brotaban desequilibrios en mi salud. Entendí que todo aquel sufrimiento me lo estaba causando yo mismo, así que comencé a reclamar el poder de mi mente para ponerla, conscientemente, al servicio del amor y la vida y no del miedo y la muerte. Establecí decretos en mi mundo interno, todos expresiones de una misma idea: “decido amarme sin condiciones.” Se le quitó la piel de cordero al lobo que me castigaba por no ser la persona que pensaba que tenía que ser. En palabras de Nietzsche, me encontré cara a cara con el dragón “Deberías”. La bruma no era bruma sino el humo que exhalaba este monstruo, símbolo del ego espiritual.
El ego espiritual es el conjunto de creencias personales, religiosas, espirituales o sociales que definen lo que significa ser una buena persona (definición de Brian Gibbs). Cuando uno obedece sus mandatos, recibe como recompensa un aumento de energía. Cuando uno desobedece estas creencias, experimenta una supresión de la energía vital como castigo. Basta no ser productivo una mañana para que ese castigo se active. Finalmente entendí a qué me había estado enfrentando y, una vez algo es reconocido, inmediatamente pierde gran parte de su poder.
Todo esto fue la respuesta a mis oraciones pidiendo ayuda. Apareció la opción de elegir una mayor libertad y todo lo que tuve que hacer fue decir, de todo corazón, “sí, Señor”. Lo demás está en manos de Dios, y todo lo que debía hacer era dejarme llevar. Todo el sufrimiento viene únicamente de nuestra resistencia a aceptar las cosas tal y como son. De ahí que, uno de los mantras que me han ayudado a atravesar esta ciénaga, aparte de “sí, Señor”, haya sido “Que todas las cosas sean exactamente como son.” Eso es lo último que el ego espiritual quiere oír, con todos sus sueños imposibles sobre cómo debería ser el mundo, los demás y uno mismo.
La semana pasada, al fin, se produjo un cambio agradable. Alquilé un coche con mi querida B., y salimos de Boston con rumbo hacia los bosques y las playas de Maine. Pasamos 5 días de lugar bonito en lugar bonito. Llegamos a Portland, Maine, y dando un paseo descubrimos una preciosa cafetería, llamada Novel, en la que un cuarteto de jazz estaba improvisando mientras un hombre de barba blanca leía poesía. También había una bailarina improvisando junto al poeta. Nos pedimos un té y nos sentamos a disfrutar del espectáculo. Resultó ser una jam de poesía, abierta a quien quisiese leer. Al descubrirlo, B. me miró con una sonrisilla y, sin decir nada, supe que me quería ver sobre ese escenario leyendo alguno de mis poemas. Accedí, porque racionalmente sé que para hacer este tipo de cosas estoy en este mundo, pero a nivel emocional todo lo que había eran miedos y dudas. Durante los 40 minutos que pasaron hasta que llegó mi turno, aparte de buscar excusas para no salir, también planeé lo que iba a decir, por miedo a no sé muy bien qué.
Al fin llegó mi turno, salí al escenario, me puse delante del micro y miré en silencio al público. Inmediatamente, me puse a hablar con gracia y naturalidad, sin decir nada de lo que había planeado. Me presenté, expliqué un poco lo que iba a leer, y después me giré a dar instrucciones al cuarteto de jazz, cosa que nadie más había hecho. Siendo músico, sé que es mucho más fácil e inspirador improvisar cuando hay unas reglas del juego que cuando no hay reglas y la cancha es infinita. Les dije: el poema está dividido en tres partes: la primera habla sobre la sombra, la segunda sobre cómo las nubes comienzan a abrirse y la luz comienza a pasar, y la tercera es sobre la luz. Le dije al contrabajista que tocase solo en la primera parte, con el arco en lugar de con los dedos, y a los demás les dije que entrasen en la segunda parte. Todos asintieron y sonrieron con sus caras luminosas. Me volví a girar hacia el público y procedí a leer mi poema “Canto a la Luz Oscura.”
Fue una experiencia gloriosa. Los músicos improvisaron de maravilla, escuchando atentamente cada palabra que decía y adaptando su música a la historia. Mi voz sonó dulce y musical, leyendo con tranquilidad aquel poema tan largo. Al acabar, di las gracias al público y a la banda, y salí del escenario pensando:
“Ha sido increíble y lo he hecho de maravilla. Es evidente que tengo todo lo necesario para salir a un escenario y hacer lo que hago con gracia y excelencia. ¿Por qué el miedo entonces? ¿Para quién estaba planeando todas esas cosas antes de salir al escenario?”
Tuve entonces una gran epifanía:
“No soy ninguna de las cosas que pienso que soy.” Todas las ideas que tengo sobre mi identidad son falsas. El lenguaje no puede contener o expresar lo que realmente soy. Lo único cierto que puedo decir es “yo soy”. Todo lo demás son ideas limitantes y por lo tanto erróneas, porque lo que soy no tiene límites.
Esto no llegó como una gran experiencia mística, viendo galaxias girar al ritmo de la Música de las Esferas. Más bien fue como un pequeño “ha!” y, como si nada, me fui a cenar con B. para celebrar esa pequeña victoria sobre el miedo. El verdadero poder de esa epifanía no se reveló hasta un par de días más tarde.
Aquí va un trocito de mí leyendo el poema.
Al volver a Boston, sabía que me esperaba una semana muy desafiante: un nuevo intento de atravesar el muro. El jueves había vuelto a programar la grabación del cuarteto de cuerdas y, por si eso no fuera suficiente reto, el sábado tenía algo a lo que A. (mi productor) y yo llamamos “Silent Transmission”: una grabación de disco en directo, en la que primero yo tocaría lo que me diese la gana, grabándolo con calidad de estudio. Ese primer concierto improvisado sería para un público de músicos que, tras tocar yo, estaban invitados a tocar sus instrumentos sobre mis canciones, añadiendo arreglos creados sobre la marcha.
Con una semana así, el lunes al despertar sabía que, en cuanto mirase el móvil para comenzar las gestiones necesarias, una ola de miedos e inseguridades me invadiría. Y así fue, pero tras las victorias espirituales de los últimos dos meses, y gracias a la epifanía de la jam de poesía, en cuanto la ola de miedos e inseguridades apareció en mí, levanté mi mano derecha con la palma abierta y dije “no, gracias”. Las siguientes 3 horas mi cuerpo fue como una olla a presión a la que se le quita la tapa. Toda la presión interna, todo el miedo y otras emociones acumuladas durante años, salieron en grandes cantidades de mi sistema nervioso, para siempre. Al llegar la hora de comer, me sentía en un estado de paz que nunca había experimentado. Finalmente había llegado al otro lado de la llanura pantanosa. Sentí entonces que debía cantar y, al hacerlo, comprobé con sorpresa cómo mi voz salía limpia, alegre y poderosa. Aquello no tenía ningún sentido. No había practicado lo más mínimo en la última semana y pensé que, después de un viaje así, mi voz andaría débil y tendría que practicar mucho. No fue así y sentí que ojalá Silent Transmission fuese ese mismo día. Pero aún faltaban 6 días.
El resto de la semana, esa paz permaneció inalterable. Cualquier pensamiento de miedo revelaba que la energía del miedo había surgido en algún rincón de mi consciencia. Con toda tranquilidad dejaba esa energía pasar, sin creerme los pensamientos y eligiendo confiar en Dios. Las gestiones necesarias para grabar el cuarteto de cuerda se fueron resolviendo poco a poco casi por sí solas. Apareció una violinista que me propuso ayudarme a buscar los demás músicos. Encontró una viola y un cello. El día antes de la grabación aún nos faltaba un violinista. Sin saber qué más hacer, le dije a Dios “Señor, ayúdame a encontrar a alguien. Sé que este proyecto es algo bueno y me gustaría que se llevase a cabo.” Esa noche, A. (el productor) escribió por el grupo “¡He encontrado a un violinista!”
Al día siguiente rematé el arreglo, escribí las partituras como mejor pude y me presenté en el estudio de A. La grabación fue maravillosa. “Todo al Blanco” está quedando espectacular. Al acabar, mientras comíamos algo, se me acercó el violinista que se apuntó en el último momento. Me miró y me dijo “tío, ¿Cuál es tu filosofía de vida? Hay algo en ti… como una paz evidente. ¿Has oído hablar sobre los niveles de consciencia?” Con una risa y sin poder creérmelo le dije “¿No estarás hablando del Dr. Hawkins?” y me dijo “¡Sí! ¿Le conoces?”
Le conté que el Dr. Hawkins es mi principal maestro. A estas alturas, sus libros son casi lo único que leo y desde hace 3 años, toda la transformación que estoy viviendo se debe a un intento de alinearme con sus enseñanzas. Resultó que él acababa de descubrir sus libros y estaba fascinado. Había comenzado leyendo “Dejar Ir” (por ahí empecé yo también) y, reconociendo la profunda verdad que ahí está reflejada, había orientado su vida de la misma manera que yo lo hice hace tres años. Entendí entonces que ese chico estaba ahí como respuesta a mi oración del día anterior y que, como siempre, las respuestas de Dios son mucho mejores de lo que uno pudiese haber imaginado. No solo había encontrado a un violinista, había encontrado a un compañero peregrino.
Y con eso acabó la sesión del jueves. Ahora, mi mirada se posó en la del sábado, mucho más desafiante. Solo quedaba un miedo en mí. Desde hace unos 5 años, nunca he cantado más de 20 o 30 minutos seguidos. Siempre ocurría que, o no sentía la voz bien para cantar, o la sentía aceptablemente bien, cantaba y después perdía la voz durante algunos días. Como un pajarito con el pico roto, este patrón se convirtió en una maldición que me arrebató mi canción.
Ahora tenía por delante una oportunidad para grabar todas las canciones que quisiese y esa parecía ser la única limitación que permanecía en pie. Seguí aplicando la misma técnica que con todos los demás miedos. En cuanto aparecía un pensamiento de miedo, buscaba en mi cuerpo la energía del miedo y la dejaba ir. Esa tarde, también establecí un nuevo decreto en mi mundo interno “dejo de dudar de mí como artista”. Esa noche, cogí una carta al azar de la baraja “Oblique Strategies”. La carta decía “Don’t be frightened to display your talents.”
La mañana del concierto me levanté tranquilo, hice los preparativos necesarios y, sin una pizca de nervios me senté frente al micro y el piano. Recé pidiendo ayuda para proteger mi voz y cantar desde el corazón y comencé a tocar la primera canción, que sonó muy bien. Casi dos horas después, canté la última canción. Estaba físicamente agotado y mi cuerpo estaba ardiendo, pero mi voz no solo no estaba cansada; con cada toma sonaba mejor y mejor, cada vez más cálida y precisa. De hecho, seguí cantando el resto del día, en una sesión que debió de durar unas 10 horas. Grabamos violines, voces, guitarras, harmonios y saxofones. Fue un día realmente divino, dedicado a crear con todo lo que eramos capaces de ofrecer. Me acosté más cansado de lo que me he sentido en mucho tiempo, pero también profundamente feliz y agradecido.
A la mañana siguiente, me senté con B. a ver el vídeo de mi concierto. Ahí fue cuando me di cuenta de que había cantado sin parar durante casi dos horas. Vi algunas de las canciones y, tras escuchar una de las últimas, “I Believe”, B. me miró y dijo “He’s good”. Me reí y, asintiendo, contesté “Yep, he’s good!”
Y entonces me dio un vuelco el corazón. Me di cuenta de que, por primera vez en años había dicho que era un buen músico. Lo dije sin rastro de duda, con total honestidad y naturalidad, como quien dice “este helado es muy bueno”. Aquella grabación y en general toda la experiencia del día anterior eran una prueba irrefutable de que las limitaciones que sentía eran ilusorias. Tras varios años duros de auto-sabotaje y autoestima baja, me di cuenta de que aquel demonio que me empequeñecía y me hacía dudar se había esfumado. Volvía a ser libre para hacer música y para cantar todo lo que me diese la gana. Por primera vez en años sentí verdadero optimismo con respecto a mi futuro como músico. Aquel muro invisible se había desvanecido. Ahora que lo pienso, la letra de una de las canciones que grabé, Nimbo, hace referencia a lo que acabo de vivir: “No hay muros que tumbar, solo puertas que abrir.”
Ayer tuve otra sesión de casi 12 horas a solas con Ari, grabando arreglos para varias canciones. Están quedando de maravilla. No tengo ni idea de cuando las publicaré, ya que mi visado de estudiante en EEUU me impide publicar cosas aquí, y mi vida de estudiante no me dejaría mucho tiempo para hacerle justicia al disco con un buen plan de publicación. En fin, llegará. Gracias por estar aquí, leyéndome y esperando pacientemente conmigo. De momento, te dejo aquí un poema que viene muy a cuento. “Ama tu ritmo”, de Rubén Darío:
Ama tu ritmo y ritma tus acciones
bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.
La celeste unidad que presupones
hará brotar en ti mundos diversos,
y al resonar tus números dispersos
pitagoriza en tus constelaciones.
Escucha la retórica divina
del pájaro del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;
mata la indiferencia taciturna
y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna.
Con todo mi amor,
A.
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