“The presence of God is experienced by everyone at all times. It’s just that we don’t recognize what it is.»
David R. Hawkins, M.D., Ph.D.
El último día antes de irme a Chicago, quedé con mi querido J, y nos tumbamos mirando a un cielo ya grisáceo, último coletazo del atardecer.
Le conocí en el patio del cole. Estaba formando una banda con otro amigo y me invitaron a unirme. Los dos tocaban la guitarra; yo el piano. Ese verano pasamos mucho tiempo juntos, tocando blues y canciones de los Beatles en su terraza. También nos bañamos en la piscina, nos colamos en casas abandonadas y nos tiramos en monopatín por la cuesta de su garaje hasta que me caí y me rocé toda la espalda. Teníamos 14 años. Así comenzó mi primera banda con él, y durante los siguientes 7 años formamos una tras otra. Los demás miembros iban y venían, pero J. y yo nos manteníamos unidos, tocando, cantando y componiendo canciones juntos.
Ahora yo me iba un año, y nuestro proyecto juntos pendía de un hilo. Decidimos entonces trabajar cada uno por su cuenta para que cuando volviésemos a juntarnos, tuviésemos buen material para formar una nueva banda.
Yo me fui, escribí varias canciones, viví una metamorfosis y volví.
El primer día en que nos juntamos a tocar de nuevo, tocamos “Two of Us”, una canción a dos voces de los Beatles.
You and I have memories
Longer than the road
That stretches out ahead
Two of us wearing raincoats
Standing solo in the sun
You and me, chasing paper
Getting nowhere
On our way back home
We’re on our way home
We’re on our way home
We’re going home
Estábamos juntos de nuevo, haciendo lo que siempre nos gustó hacer. Pero en la intimidad de mi corazón, otra canción sonaba. Reconocí la misma sensación que había tenido al volver a mis estudios de ingeniería: “aquí no es”, como si hubiese un hueco con mi nombre en el que ya no encajaba. Me impactó sentir esto con J., pero no me alarmé demasiado. Tocar juntos es un arte complejo, requiere práctica y tiempo, y llevábamos mucho tiempo sin hacerlo. Así que seguimos quedando y tocando juntos. También buscamos un nuevo local de ensayo y reclutamos a antiguos miembros. En seguida estábamos ensayando las canciones nuevas.
A estas alturas ya había dejado el máster de ingeniería y mi mente ansiaba algún plan B sólido al que agarrarme. Este horror vacui me llevó a afilar mi mente y dirigirla hacia mi banda, para ver si aquello podía ser un vehículo para salir adelante. Lo que vi era un grupo de amigos a los que amaba y con los que disfrutaba tocando, pero no sentí que fuese un suelo firme sobre el que construir una profesión. Bebíamos, fumábamos, siempre faltaba alguno, e intentábamos montar las canciones con toda nuestra buena intención, pero a cada vuelta sonaban distinto, y no siempre hacia mejor.
La misma crisis que me sacó de la universidad entró ahora en el local de ensayo. Retomando la analogía de las virutas: esta viruta no estaba en el lugar que le correspondía, y por lo tanto el poder del campo insistía silenciosamente en llevársela de ahí. Esto lo notaba con claridad en mi corazón. “Aquí no es”, pidiéndome otro salto al vacío.
Un día, antes de un ensayo, quedé con J. y le conté todo esto. Le dije que quería que siguiésemos tocando juntos por amor al arte y a nuestra amistad. Pero también sentía que quería darle una oportunidad a mi música profesionalmente, y no veía claro que esa fuese la formación adecuada para hacerlo. Esa era mi verdad, y fue tan duro expresarla como seguro recibirla.
J. entonces me propuso algo: él dejaría la acústica y cogería el bajo, dejándome a mí ser la guitarra acústica, y buscaríamos una formación más comprometida con el proyecto.
Acepté, pero no como el que acepta su destino tomando total responsabilidad. Acepté como el que se resigna y comienza a vivir, resentido, una vida que intuye no es la suya.
Acepté por miedo a hacer daño a J. e incluso a perder nuestra amistad. Siempre habíamos soñado con tener una buena banda juntos, y me pudo el sentimentalismo de aquel sueño conjunto.
Acepté por miedo a la libertad abismal en la que vivía en aquella época, y que amenazaba con crecer aún más si abandonaba el proyecto.
Acepté porque antepuse el valor de la amistad al valor de la verdad. Menuda inversión.
Acepté, en esencia, por ignorancia de quién era realmente, qué quería hacer, y de dónde venía la Voz silenciosa que en mi corazón me pedía otro salto al vacío.
Lo que pasó a continuación ya lo contaré, pero fueron 3 años de construir sobre arena, con el consecuente derrumbe.
Foto de Maite de Orbe
Es curioso. Después de la epifanía de Chicago, nunca más tuvo sentido para mí dudar de Tu existencia. Así que nunca me hizo falta tener fe en eso. Sin embargo, aquella experiencia beatífica estaba tan lejos de todo lo que había conocido hasta entonces, que no entendí nada. No entendí cómo aquello podía ayudarme en mi vida práctica en el mundo. No entendí que el “Aquí no es” era Tu Voz hablándome a través del corazón. Me estabas guiando, pero seguirte es lo que realmente requiere fe, y yo no tenía, ni sabía que no la tenía. Simplemente, no Te reconocí.
Llevo toda la semana para escribir estos últimos párrafos. ¡Menuda llorera al escribir esa última frase! Aunque realmente ha sido la culminación de varios años de darle vueltas para entender qué pasó ahí. Ha sido todo un viaje, desde la negación y el orgullo, a la culpa y el arrepentimiento, a la responsabilidad y la aceptación, al perdón, a finalmente, el reconocimiento de que todo es perfecto tal y como es. Este último salto es el regalo que me ha dado escribir esta carta.
Gracias.
Aquel periodo tan doloroso fue parte de mi curriculum espiritual. Fue una experiencia maestra, y tenía que pasar por ella para aprender una gran lección: que la verdad ha de ir siempre por delante, y siempre es mejor seguirla, aunque sea a ciegas y temblando de miedo. Esa gran lección, una vez aprendida e integrada, no tardó en darle un vuelco a mi vida. Ahí comenzó mi viaje hacia los adentros.
Llegando al final de esta carta, me siento en paz.
“El pasado, pasado está” no es del todo cierto. Realmente, el pasado lo llevamos siempre a cuestas y pesa más o menos según cómo lo interpretemos, es decir, el significado que le demos consciente o inconscientemente. La vergüenza, el rencor, la culpa… hacen del pasado una pesada carga. La responsabilidad total y la aceptación lo aligeran. El perdón lo deshace. Y tras mucho perdonar, finalmente uno llega a ver la realidad tal y como es: perfecta. Al llegar a esa comprensión, el pasado (o karma) queda deshecho y uno, al fin, es libre de no tener que volver a pensar en ello. El resentimiento queda disuelto, y ya no hay nada que re-sentir. Uno vuelve a andar ligero, como un niño sin pasado.
A.