9. Diseñador de Orquídeas

La página en blanco. La lluvia colgándose como pendientes de cristal en las finas ramas de Serefé. El sonido del tráfico sobre asfalto mojado. La búsqueda de la frase más verdadera que pueda pronunciar ahora mismo. Creo que es esta:

Dudo más de mi propia existencia que de la existencia de Dios.

Teniendo en cuenta que algo existe, eso no deja lugar a que Dios, el Creador, no exista.

Por otro lado, algo está conociendo esa creación. Lo puedo llamar yo, pero no sé a qué se refiere ese yo. De eso dudo al dudar de mi propia existencia, de a qué se refiere la palabra “yo”. ¿Dónde empieza y dónde acaba ese yo?

El alfa y el omega.

Hay un cuerpo, sí. Lo conozco bien. Aparece cuando me despierto por las mañanas, vestido de un mundo aparentemente inmenso. No es transparente, no puede atravesar paredes. Pero sí es transparente para el que lo conoce. Sigo cada uno de sus movimientos, siento sus sensaciones. Me muevo de aquí para allá en forma de atención. La planta de los pies vibrando. Una ligera presión en la frente. Lo cuido porque, me guste o no, la Madre Tierra me lo ha prestado y soy responsable de mantenerlo en buen estado.

Hay una mente también. Me suelo confundir con ella y siempre que lo hago sufro. Sufro porque parece que lo que dice es verdad, y no suelen ser cosas amables. Todo es vanidad, porque todo gira en torno a un supuesto “mí”. Todo es violencia, porque todo es separación. Al darle a Serefé el nombre que le he dado, la he segregado en mi mente de todos los demás árboles y de mí mismo. Está mejor sin nombre. Yo estoy mejor si no le doy nombre. Porque entonces veo lo que es. No un árbol. Eso es otro nombre. Lo que es no tiene nombre. Pero lo conozco y resulta tan íntimo que bien podría ser yo. Pero si cierro los ojos desaparece, y yo no desaparezco al cerrar los ojos, así que tampoco debe ser yo.

Hay una ligera tristeza en mi pecho. Plomiza como el cielo de hoy. Al mencionarla y observarla, se ha transformado. Ya no hay tristeza, hay una ligera alegría, una ligera sonrisa en mis labios. Quizás lo único que quería era ser reconocida, sostenida en mi atención amorosa. Igual quería que alguien escribiese un poema sobre ella. Pero ha sido demasiado tímida, al primer verso ha echado a correr.

Mi respiración está ahí también. Hace rato que no le prestaba atención. Recuerdo cuando, de pequeño, descubrí que podía respirar conscientemente. Odiaba que eso pasase, especialmente cuando me estaba intentando quedar dormido. ¡No me puedo quedarme dormido si soy el responsable de mantener la respiración! A veces trataba de evitarlo pensando “no recuerdes que puedes respirar conscientemente”. El resultado era siempre nefasto. Por suerte, el miedo a morir asfixiado si me quedaba dormido era un miedo infundado; nunca he tenido que respirar conscientemente mientras dormía. Sería difícil, ya que el cuerpo no está. Esto último es tan extraño, que me sorprende que no estemos todo el día hablando sobre ello. Todas las mañanas deberíamos despertarnos gritando y palpándonos las distintas partes del cuerpo, respirando aliviados de su reaparición. Pero no lo hacemos, porque en el fondo no lo echamos nada en falta, ni nos hace falta para seguir siendo “yo”. Nos vamos tan contentos a dormir por la noche, sabiendo que el sueño nos ofrece el verdadero respiro: la ausencia del cuerpo y, con suerte, de la mente también.

Ahora puedo hacer dos cosas, respirar conscientemente, controlando el ritmo y la profundidad. O también puedo dejar que la vida respire por mí, sin perder la consciencia de estar respirando. Para hacer esto no hay más que soltar el aire, relajarse y esperar. Antes o después, el sistema nervioso tomará las riendas y respirará, sin que tengamos que hacerlo voluntariamente. Es maravilloso observar esto. Me recuerda que todo está ocurriendo así, espontáneamente, y que la vida sabe lo que tiene que hacer sin que nosotros tengamos que decirle qué hacer o cómo hacerlo. Intuyo que esto lo podría hacer con todo, dejando que esa inteligencia cósmica se ocupe de todos los aspectos de mi vida.

De hecho, me doy cuenta ahora de que exactamente eso ha ocurrido con esta carta. Llevo 4 días tratando de escribir una carta. En ella quería contar mi historia, pero también explicar algunas cosas interesantes que he leído, y también ser divertido y luminoso, y con suerte ayudar a alguien dándole exactamente lo que necesitaba oír, y también quería que tuviese sentido y que todas las piezas encajasen de forma fluida. Y, sin embargo, aquello no iba a ninguna parte. No acababa de encajar, porque mi propia mente estaba dividida al respecto.

He probado a reescribirla de cero, quedándome solo con lo esencial. Nada. He probado a ir a la cocina y comer chocolate, pero tampoco ha sido de ayuda. He rezado y meditado varias veces, invocando a la divinidad para que resolviese el puzle que había empezado, pero aquello no encajaba y yo seguía empeñándome.

Al final, de pura frustración, he hecho lo prohibido, meterme en Instagram. En seguida, una foto de Hemingway acompañada de un texto:

“A veces, cuando estaba empezando una nueva historia y no lograba hacerla avanzar, me sentaba frente al fuego y exprimía la cáscara de las pequeñas naranjas en el borde de la llama y observaba el chisporroteo azul que producían. Me ponía de pie y miraba sobre los techos de París y pensaba «No te preocupes. Siempre has logrado escribir, y ahora escribirás. Todo lo que tienes que hacer es escribir una frase verdadera. Escribe la frase más verdadera que sepas».

Gracias Hemingway. Gracias algoritmo. Gracias Dios que inspiraste esas palabras ernestas, y que ahora manejas el algoritmo para ofrecerme esas palabras como agua a un sediento.

He abandonado mi esfuerzo. He abierto una página nueva, he soltado el aire y me he relajado. Unos segundos después, sin el más mínimo esfuerzo, siendo solo pura observación, la carta ha comenzado:

La página en blanco. Hoy llueve. Eso es verdad, pero también sé que solo a medias, porque este mundo es un sueño. ¿Qué es más verdad que que “hoy llueve”?

Llegados al final de la carta, veo que tenía un mensaje para mí: mi propósito hoy no era tratar de expresar qué es Dios, sino simplemente señalar en su dirección.

Puede que haya también un mensaje aquí para ti.

¿Dónde sientes que estás aplicando demasiado esfuerzo? ¿Dónde estás intentando encajar las piezas sin éxito? ¿Dónde hay un problema que sientes la responsabilidad de resolver, pero te faltan fuerzas?

Realmente hay una inteligencia que respira por ti cuando tú no la controlas. Una inteligencia infinita que enciende las estrellas, orquesta las primaveras, compone las melodías de los pájaros y de Bach y juega a la evolución de las especies como quien hace un garabato en el margen de un cuaderno. Una inteligencia que diseña las orquídeas. Una inteligencia que te conoce plenamente, mucho más allá de lo que tú mismo sabes sobre ti. Y que conoce a todos los demás. Una inteligencia que ve todas las cartas. Siempre podemos acudir a ella y decirle “toma tú las riendas, que yo no sé”. Solo requiere fe, o en su defecto, la suficiente desesperación. Pero no hace falta llegar a ese extremo.

A.