“If today were the last day of my life, would I want to do what I am about to do today? And whenever the answer has been “No” for too many days in a row, I know I need to change something.»
Steve Jobs
Imagina un campo electromagnético como el que genera un imán. Ahora, lanza un puñado de virutas de hierro. Lo que verás es cómo las virutas, al interactuar con el campo, se colocan rápidamente en lugares concretos. Lo que determina dónde acaba cada viruta es su carga eléctrica.
Si quieres cambiar una viruta de sitio, puedes hacer dos cosas:
Puedes empujarla y, a base de fuerza, llevarla a un nuevo lugar. El problema de esto es que en cuanto dejes de aplicar fuerza, la viruta volverá al mismo lugar de antes, porque su carga sigue siendo la misma.
La otra opción es alterar la carga eléctrica de la viruta. Entonces, sin tener que aplicar ninguna fuerza, el poder del campo llevará a la viruta al nuevo lugar que le corresponda.
En este caso, si quieres impedir que la viruta se mueva, tendrás que aplicar fuerza en su contra. Pero la fuerza siempre es limitada (los ejércitos tienen un número limitado de soldados, un humano tiene una cantidad limitada de energía). Antes o después uno se agotará de mantener la viruta en su sitio. En cambio, la viruta nunca dejará de empujar hacia su nuevo destino, porque lo que la mueve no es su propia fuerza, sino el poder del campo. El poder del campo es ilimitado y no tiene oposición. Por lo tanto, antes o después, la viruta llegará a donde le corresponde estar.
Esta analogía tan ingenieril describe bien cómo funciona el karma. Tú eres la viruta, la carga eléctrica es tu karma, y Dios es el campo infinito de poder infinito en el que existes.
Ojalá hubiese entendido esto a mis 21, cuando volví transformado a España después del año en Chicago. Me fui siendo ingeniero y ateo. Volví siendo artista y… no ateo. Básicamente cambié de hemisferio cerebral, de vivir en el lado izquierdo al lado derecho. Eso es equivalente a cambiar la carga eléctrica de una viruta de negativo a positivo. El salto a un nuevo lugar era inminente e inevitable.
Entender la analogía del karma me habría ayudado a confiar en el campo, que simplemente me quería llevar a un lugar más adecuado para ese nuevo yo. Sin embargo, lo único que recuerdo es sentirme realmente incómodo donde estaba, como si estuviese intentando encajarme en un hueco que ya no tenía mi forma. No podía quedarme ahí, pero salirme parecía un salto al vacío.
Esto afectó a todas las áreas de mi vida, pero donde más se notó es en mi camino profesional. Al volver a Madrid, comencé el máster de ingeniería. Pero no tardé en darme cuenta de que no tenía nada que hacer allí. Recuerdo pasarme las clases escribiendo letras de canciones o haciendo retratos de mis compañeros y profesores. También era el único tío con melena de toda la universidad.
Tuve la “suerte” de que mis padres, cada uno por su cuenta, se fueron de viaje a la vez, dejándome dos semanas sin una figura sensata y racional que me influenciase en mi crisis. Me pasé las dos semanas tumbado en el suelo, mirando al techo y deshojando margaritas “lo hago, no lo hago; lo hago, no lo hago…”
A la vuelta de mis padres, la decisión estaba tomada. Les informé, y unos días más tarde dejé el máster y me lancé al vacío.
Digo vacío porque no tenía nada claro que quisiese dedicarme a la música. Una cosa es querer escribir buenas canciones y otra muy distinta elegirlo como camino profesional. Así que, durante varios meses, me quedé flotando en un limbo.
Comenzó entonces una época caracterizada por el miedo a la libertad. No sabía qué hacer y todas las puertas parecían abiertas. Recuerdo un poema de Silvia Plath en el que se describe a sí misma sentada a los pies de una higuera. En la punta de cada rama, como un higo grande y morado, un futuro maravilloso la espera. Un higo es un buen marido y una bonita familia. Otro higo es una célebre poeta y otro una brillante profesora. Editora, atleta… los futuros posibles se multiplican con cada rama, pero ella solo debe escoger uno, perdiendo así todos los demás. La indecisión la lleva entonces a quedarse sentada y hambrienta, viendo cómo poco a poco los higos se van volviendo negros y van cayendo al suelo a su alrededor.
En mi caso, me levantaba pronto por la mañana y el mundo comenzaba a moverse. Pero yo me quedaba quieto, sentado a los pies de otra higuera.
Había una rama que parecía al alcance y la elegí como plan B: hacer diseño industrial. Me cogieron en un máster en Holanda que empezaba en 10 meses, y en unas prácticas que empezaban en 3. Aquello parecía un buen plan, pero no tenía del todo claro que fuese para mí.
Aquellos tres meses que me quedaban de limbo los dediqué a la composición, a investigar sobre el existencialismo, a viajar al País Vasco, y a pasear por Madrid a horas en las que todo el mundo estaba en clase o trabajando.
En uno de esos paseos, llegué a una librería en la que había un gato negro. Me acerqué a acariciarlo y junto a él, me llamó la atención un libro grande con brochazos de pintura en la portada. El librero se acercó y me explicó que aquello era “El Camino del Artista”, de Julia Cameron, un curso cuyo objetivo era superar los bloqueos creativos. Llevaba varios meses sin lograr acabar ninguna canción, así que me lo llevé bajo el brazo y lo comencé esa noche.
Nunca pasé de la introducción. Para mí fue suficiente. En ella hablaba de cómo realmente nosotros no somos los creadores. Solo hay un Creador en el universo, y nosotros somos sus instrumentos. Somos un canal de creación, y nuestra labor es quitarnos de en medio para mantener el canal abierto. El proceso creativo, según ella, era como un dictado. Ya había experimentado eso al componer inspirado, pero nunca lo había interpretado de esa manera.
Aquel día también cambié la afinación de mi guitarra a una afinación totalmente distinta. Al hacer esto, todos los acordes que me sabía ya no servían para nada, así que era como si no supiese tocar. Esto me gustaba, era un reto creativo.
A la mañana siguiente, decidí irme de viaje al norte, a ver el mar y a mi primo que vivía en San Sebastián. Iba de camino y de un humor soleado, escuchando a Buena Vista Social Club. En cierto momento, volvió a mi mente la idea de ser un canal de creación. Decidí experimentar con ella: apagué la música, me quedé en silencio fuera y dentro, y me quedé como esperando a escuchar un dictado. Estaba abierto a recibir, pero no estaba buscando. No sé cuánto tiempo pasé así, pero salí de ese estado en blanco cuando una bandada de pájaros pasó frente a mí en la carretera. Los vi, y de la nada canté “If I was a bird…”. Esa letra vino con una melodía ascendente sencilla y bonita. Me gustó, y decidí parar en la siguiente salida porque sentí que había más.
Paré en este sitio tan bonito. Era otoño y los árboles amarillos contrastaban con el cielo azul. Había un río cerca que no veía pero que podía oír. Saqué la guitarra, me senté en un tocón entre las hojas caídas y me inventé algunos acordes en esa afinación extraña que pudiesen acompañar las melodías que me iban viniendo. Comencé a escribir sobre lo que veía a mi alrededor: los árboles, el valle, el río oculto, el cielo azul que se colaba entre las hojas amarillas. Esto fue lo que escribí en cuestión de minutos, como siguiendo un dictado:
If I was a bird
I wouldn’t mind the time
For time is a number
And birds can’t count
And I would fly above
This valley of green
And blue tangerines
And blue tangerines
If I was a river
I would find my own way
Around the trees
They would never notice me
And I would make them rise
So tall and proud
And fuse with the sky
And fuse with the sky
Unos días después, de vuelta en Madrid, me vino la tercera estrofa, que me pareció la más misteriosa de todas:
If I was today
Oh, the things I would see
I’d breath calm and conscious
Of what it means to be me
But instead, I’m yesterday and tomorrow
But I’m just a human
Era tan sencilla y vino tan fácil que no le di demasiado valor. Solo me di cuenta de que era algo especial cuando se la toqué a mi padre, sentado al piano, y al acabar le miré y me lo encontré ojiplático y boquiabierto.
Esa reacción era nueva, y por primera vez pensé que igual tenía lo que hacía falta para dedicarme a la música profesionalmente. Así que, curiosamente, aquella canción en la que soñaba con encontrar mi propio camino fue la primera señal que me indicó con claridad por dónde era.
Y así, sin sospecharlo, el campo infinito me iba moviendo en la dirección que me correspondía seguir.
Dos años después, grabamos “If I was a Bird” junto con un bello videoclip/corto para acompañarla. Puedes ver el resultado haciendo click en la mandarina azul:
Con todo mi amor,
A.