Esta semana han pasado muchas cosas buenas.
Dos plantas nuevas han llegado a mi casa. A la pequeña la he llamado Little Green (por la canción de Joni Mitchell que me estoy aprendiendo) y a la grande, Áyax. También tengo un nuevo compañero de piso, un insecto grande que lleva varios días acampando en mi ventana. Aún no le he dado nombre. Me inquieta un poco. Si sigue ahí mañana, lo llamaré Mortimer.
He tenido varios exámenes en Berklee que han ido bien.
Por otro lado, mi consciencia parece estar saltando entre dos paradigmas. Me explico: la mayor parte del tiempo siento que vivo en un mundo hecho de materia, pero cada vez con más frecuencia veo que en realidad vivo en la luz de Dios. La diferencia es radical, y difícil de explicar. Desde una perspectiva, me encuentro a mí mismo bajando las escaleras de mi edificio. Desde la otra, estoy inmóvil y es el edificio el que asciende a mi alrededor. En uno estoy cantando en mi cuarto, mirando a Serefé al otro lado de la ventana. En el otro, no hay distancia entre Serefé y yo, y al cantar, es como si mi voz fluyese por su tronco y ramas igual que por mi cuello y boca. No hay separación, y lo que queda es de una simplicidad y belleza increíbles. En ese estado de unidad, mi identidad ya no está atada a Antonio; en esos momentos yo soy la presencia que lo contiene y observa todo alegremente. Por desgracia, este estado nunca dura demasiado. Noto que requiere una cantidad enorme de energía, y me agota, así que también he pasado la mitad de la semana en la cama descansando.
También he tenido dos conversaciones muy bellas que, a pesar de haber tratado temas muy distintos, ambas han pasado por la misma idea, que me gustaría compartir hoy por aquí. Una amiga me preguntó a qué me refería cuando decía Dios. La otra me preguntó a qué me refería cuando decía que todo estaba dentro de mí (y de ella). La respuesta fue la misma para ambas preguntas. También aportará claridad al párrafo anterior sobre qué está pasando en mi consciencia.
La idea comienza aquí:
Ahora mismo estás leyendo este texto. Pero el texto no aparece por sí solo, flotando en la nada. Para poder leer el texto necesitas una pantalla. Así que sí, estás leyendo un texto, pero es igual de cierto decir que lo único que estás viendo es la luz de la pantalla. Eso, por ejemplo, es lo que vería un bebé, que todavía no sabe lo que es un texto. En su inocencia, solo vería la luz de la pantalla.
Este hecho puede parecer la cosa más aburrida y evidente del mundo, pero esconde la clave para hacer el descubrimiento más importante posible: reconocer, aquí y ahora, la presencia de Dios.
La pantalla, para funcionar adecuadamente, tiene que estar vacía y ser negra cuando está apagada. Así puede mostrar toda la gama de colores, desde la luz blanca hasta la ausencia total de luz, que llamamos negro.
El móvil también debe ser silencioso. Si hiciese el mismo ruido que el motor de una Harley Davidson, sería imposible escuchar música o hablar por teléfono.
Así que, para que un móvil sea funcional, debe ser tan discreto que es casi una ausencia: vacío y silencioso.
Ahora, de la misma manera en que para que haya contenido, tiene que haber un soporte (el papel para un libro, la pantalla para este texto), también tiene que haber “algo” en lo que tu experiencia del mundo aparece. Puede que nunca te hayas parado a pensar en ello, pero lo que percibes a través de tus sentidos, tus pensamientos, tus emociones y tus sensaciones corporales aparecen en “algo”: el campo vacío y silencioso de la consciencia.
Es correcto decir: este texto está hecho de múltiples palabras, pero también está hecho únicamente de la luz de la pantalla.
Es igual de correcto decir: el mundo está hecho de infinitas formas distintas (personas, coches, nubes, pensamientos, emociones…), pero también está hecho únicamente de la luz de la consciencia.
Sé que esto puede ser desconcertante, incómodo incluso. Llevamos toda la vida tan inmersos en la película que es nuestra vida, que nunca nos paramos a pensar que esa película estuviese apareciendo en una “pantalla”. Sin embargo, el esfuerzo de romper esa cuarta pared merece la pena más allá de lo que somos capaces de imaginar.
Esta frase dice: “yo soy la luz de la pantalla”. Si te detienes a contemplar su significado un segundo, te lleva a darte cuenta de que lo que estás viendo es luz emitida por la pantalla. Ahora mismo, ese pensamiento no parece muy relevante. Pero imagina que estás en un momento difícil, huyendo de alguna emoción incómoda, perdido en el algoritmo de Instagram, hipnotizado por su contenido adictivo, incoherente y probablemente dañino para tu mente, y de pronto aparece la frase “todo lo que estás viendo es la luz de una pantalla”.
¡Boom!
¡Salto en tu consciencia!
Hace unos segundos estabas en el jardín de un desconocido, viendo a su perro vestido de sandía tomando el sol.
Tras el salto, estás en tu cama, aún mirando el móvil, pero libre de su bucle adictivo. Lo miras como un objeto extraño. Te das cuenta de que llevas un rato ahí, perdido en él, y que te duele un poco la cabeza. Igual sería bueno beber algo de agua. Y te levantas a hacer algo que es bueno para ti. Todo gracias a una frase que era verdad, y que al leerla y tomártela en serio ha ampliado tu consciencia lo suficiente como para recordarte que eres libre de abandonar el bucle en el que andabas atrapado.
Bueno, pues algo análogo quería decir Jesucristo al decir “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”
O Buda al decir que la iluminación es la luz que disipa la ignorancia, liberándonos del sufrimiento al recordar nuestra naturaleza divina.
Cristo y Buda no son los nombres de dos hombres que vivieron hace miles de años. Sus nombres humanos eran Jesús de Nazaret y Siddhartha Gautama. Cristo y Buda se refieren a su esencia divina, que es inseparable de tu esencia divina. Solo hay una esencia divina. Cristo y Buda son tus verdaderos nombres. Tú eres la Luz del Mundo, la consciencia que ilumina y conoce tu experiencia humana.
En otras palabras: no eres el meme sobre Bob Esponja o el video de un bombardeo, eres la luz de la pantalla. Y la luz de la pantalla, que es única, brilla por igual en ti y en todos los demás videos, emails, fotos, etc. De la misma manera, no eres tu cuerpo, ni tu mente, eres la luz de la consciencia. Y la consciencia, que es única y universal, brilla por igual en ti, en mí, y en todos los seres vivientes.
Esta es la idea que compartí con mis amigas y es, con otros símbolos, lo mismo que llevan contando todos los sabios, místicos y profetas desde que el hombre se pregunta “¿quién soy yo?”
No es un mensaje fácil de entender así de primeras, ya que todo lo que hemos experimentado en nuestra vida parece indicar lo contrario: estamos separados los unos de los otros, vivimos dando palos de ciego tratando de no tropezarnos demasiado en un universo caótico, y al final morimos. ¿Qué hacer entonces con esta promesa luminosa pero tan difícil de aceptar, entender y aplicar?
Las religiones occidentales se acercan desde la fe. Jesús dice: intenta amar de forma incondicional, y si lo haces en mi nombre, en el momento de tu muerte intercederé por ti y te elevaré al Cielo.
Las religiones orientales lo enfocan desde la introspección, buscando la experiencia directa de la verdad: Buda dice: mira hacia dentro, entrena tu mente para alcanzar la quietud interna, y en esa quietud reconocerás que el cuerpo y la mente son meros objetos de tu percepción pero que tú, el sujeto, eres la consciencia universal, y estás más allá del sufrimiento y la muerte para siempre.
El Dr. Hawkins, hablando sobre esto, dice que al final lo mejor es ser un cristiano budista, o un budista cristiano. Con razón conecto tanto con sus enseñanzas; mi propio camino ha sido un vagar de una tradición a otra.
Crecí con una educación católica. Después fui ateo hasta la epifanía que tuve a los 21 (puedes leer sobre esto en mi segunda carta, “2. Epifanía”). Tras aquella experiencia, volví a ir a misa, pero no conecté nada con los símbolos cristianos, así que me alejé de nuevo y vagué durante algunos años. Era más que un creyente, era un gnóstico primerizo, un místico en pañales, pero no tenía religión ni tradición ni maestro que me ayudase a cultivar esa semilla. Al final, conecté más con las tradiciones espirituales indias, chinas y japonesas. Y tras tres años de estudio y práctica constantes, mi camino a través de oriente me llevó a encontrar, un buen día y así, de sopetón, que Cristo era real y estaba en mi corazón.
Desde aquel día milagroso, es como si conviviese con un maestro que me ayuda a sanar y florecer, me indica qué hacer con mi vida (hoy era escribir esto y hacer estas fotos de unos amigos grabando una bella canción), y me recuerda constantemente quién soy realmente, más allá de las limitaciones aparentes de este mundo. Todo desde la intimidad de mi corazón.
Tengo mis prácticas, que mantienen mi cuerpo, mente y espíritu afinados a esta realidad interna. Tengo mis guías, personas que van por delante y disuelven mis dudas y me inspiran. Pero no voy a misa ni sigo a ninguna religión que se presente como una autoridad externa. Tampoco tengo nada en contra de todo ello, y veo su belleza y utilidad; simplemente no me atrae mucho. El mundo entero es el templo sagrado en el que me encuentro con Dios, y no hay espacio suficiente entre Él y yo como para que quepa un intermediario. De hecho, no hay separación alguna, igual que no la hay entre las palabras que estás leyendo y la luz de la pantalla.
A.