Faltaban dos horas para mi siguiente clase, Awareness Training. Ese día, me tocaba cantar delante de toda la clase para recibir feedback de mis compañeros y BL, el profesor. En esas dos horas tenía planeado hacer ejercicio, comer y calentar la voz, pero fui incapaz de seguir el plan. En su lugar, pasé media hora mirando al infinito y después me senté a escribir una canción por primera vez en lo que va de año. Escrito en rojo, empezaba así:
On the day I lost my voice
I Heard you sing
And the colors of the rainbow
Died into a hue of blue
Does the birth of me always have to end?
Me hubiese gustado terminarla a tiempo para la clase y tocarla recién salida del horno, pero no lo logré. Era un tema doloroso: la desesperación de un cantante que pierde la voz una y otra vez. Lo último que escribí, a 5 minutos de empezar la clase, fue un posible estribillo:
But the Spring returns
And I will sing
Con eso cogí la guitarra y salí hacia clase. Solo hubo un momento de nervios, como un vuelco en mi estómago que duró un segundo. Pero nada más. Habiendo entregado mi voz a la Voluntad de Dios, no había nada sobre lo que pensar, ni nada que temer.
Llegué a clase tarde, pero justo a tiempo para escuchar la meditación guiada con la que siempre empezamos las clases. Esta vez, era la voz de un músico que había tocado y grabado con Louis Armstrong. Contaba la historia de una sesión de grabación en la que tocaron dos standards de jazz. En la primera, nadie se sabía la letra, salvo los dos primeros versos. Louis dijo “no pasa nada, improvisaré el resto”, y acto seguido cantó la canción entera, a su manera. Lo curioso es que cantó todo mirando a la pared que tenía delante, interactuando con ella como si en lugar de una pared hubiese 10.000 personas. Saludaba, se reía, reconocía caras entre el público. El narrador de la historia cuenta que al preguntarle qué veía en esa pared, Louis respondió que siempre tocaba para alguna persona que amaba: “canto para Dios, que me dio el regalo de hacer música, o para Lucille, porque es mi mujer y la quiero. Cuando tocas para alguien a quien quieres, tiendes a sacar lo mejor de ti”. En la segunda canción, antes de empezar, Louis se puso a hablar con Dios como si no hubiese nadie más en la sala “esto es para Ti, Señor”. Cantó y tocó, y al acabar, el narrador cuenta que no pudo evitar llorar, y que, al mirar a su alrededor, el batería estaba llorando, y el bajista y el saxo, hasta Lucille estaba llorando. El único que se mantenía sereno era Louis, que rompió el silencio diciendo “bueno, ¡creo que nos hemos ganado unos donuts!”
Después de esa meditación, comenzamos la clase como siempre: entre todos proponemos tres palabras, votamos para quedarnos con una sola y después improvisamos con esa palabra en mente. Habiendo escuchado esa bella historia, las palabras que surgieron fueron AMOR, REVERENCIA y CONFIANZA. Votamos la palabra Amor, y comenzamos a improvisar, uno por uno. Primero fue una bailarina que estaba de invitada. Le pasó el relevo a un violinista. Después un cantante, un trompetista, un percusionista y cuando me llegó el turno a mí, no atreviéndome a improvisar por completo, toqué algo muy parecido a la canción que acababa de empezar a componer. Siguieron otros cantantes, percusionistas, guitarristas y un pianista. Hubo una segunda ronda de improvisación individual y esta vez sí canté sin un plan, dejando que mi voz, que sonaba algo ronca pero despierta, volase libre. Después, la improvisación ocurría de dos en dos, y una nueva ola de música giró por la sala. Cuando el trompetista dejó de tocar, el percusionista de mi derecha siguió tocando, y yo empecé a tocar con él. Aquí ya sí que no hay espacio para planes, ya que tienes que tocar con lo que la persona de tu derecha traiga. Comencé a tocar con él, pero me costó, me di cuenta de que no estaba escuchando. Paré, y la ola de música casi se extinguió. Pero después volví a tocar, esta vez abierto de verdad a la música silenciosa que siempre está ahí. Y conmigo comenzó a cantar la compañera de mi izquierda. Improvisamos algo bellísimo, aquello era sin lugar a duda música sagrada. Fue como una buena meditación. Finalmente, todos improvisamos juntos, pero esta vez guardé silencio, escuchando y respetando mi voz, que aún no estaba como para cantar por encima de una batería.
[Las fotos son de la grabación de Zoom, perdón por la calidad]
Al acabar ese ejercicio de improvisación, llegó el momento de tocar delante de todos. Me senté en el medio de la clase, con mis compañeros en semicírculo frente a mí. El profesor me preguntó “¿Cómo estás Antonio? ¿Dónde andas últimamente?”
Les conté que acababa de vivir una muerte del ego relacionada con mi voz. Mi último concierto había sido en 2019, y desde entonces no había dado ninguno en gran parte porque mi voz nunca estaba bien. Una faringitis tras otra me habían ido enmudeciendo. Hacía unas semanas, una amiga me había propuesto dar un concierto en un lugar muy especial. Mi voz aún no estaba preparada para algo así, pero acepté porque mi corazón me dijo que adelante. Me puse entonces en manos de Dios, porque por mis propios medios habría sido altamente improbable llegar en buena forma. No conté lo de los tratamientos energéticos con mi maestro de qigong, pero sí conté que, a una semana del concierto, una última faringitis se apoderó de mi voz, enmudeciéndola una vez más. Esta vez, sin embargo, no me resistí. Dejé que todas las emociones de esa crisis – pena, rabia, frustración, autocompasión, miedo, dudas sobre mi futuro – pasasen a través de mí. En mi entrega, más profunda que nunca, esas emociones y pensamientos dolorosos eran solo nubes, y yo era el cielo. No me podían atrapar. Vi entonces cómo una parte importante de lo que había sido mi personalidad fluyó río abajo para no volver. Al pasar ese temporal, me quedé en un estado nuevo, una especie de neutralidad. Si volvía a cantar, genial, si no, genial también. Ni siquiera había esperanza de recuperar mi voz. Simplemente, no había una dimensión “futuro” con la que relacionarme. Seguía enfermo, apenas pudiendo hablar, pero no me afectaba. Realmente, cuando uno está totalmente presente, los problemas no pueden existir. Cancelé el concierto, pero no con pena. Poco después, acepté cantar en la siguiente clase de Awareness Training, sabiendo que de nuevo me estaba empujando contra las cuerdas. Lo vi como una nueva oportunidad para disparar todos los miedos que quedasen relacionados con la voz, para dejarlos ir. Pero ya no hubo miedo. Y ahora estaba ahí sentado, a punto de cantar una canción, tranquilo, curioso por ver qué ocurría.
Con esa introducción, comencé a tocar Nimbo. Me di cuenta de que mi voz no estaba en las mejores condiciones, pero no me afectó lo más mínimo y seguí cantando con seguridad plena. No había miedo a hacerme daño, ni juicio con respecto a cómo sonaba. Solo había una concentración profunda en lo que estaba tocando. Ah, es difícil describir lo que comencé a sentir entonces. Lo que sí puedo decir es que, al llegar el segundo estribillo, sentí que aparecía un sol en mi abdomen, que comenzaba a expandirse y acababa brillando sobre todos mis compañeros. Tanta energía hizo que mi cuerpo se irguiese, y canté con una sensación entre el triunfo y el asombro. Al acabar la canción, mis compañeros aplaudieron, y yo me puse a llorar. Uno de mis compañeros dijo por todos “We love you.”
El profe, que es un hombre de compasión y sabiduría, dijo en un tono casi serio, lleno de respeto, que acababa de renacer. Así lo había sentido, sí. Fue como descubrir que podía cantar, pero esta vez no me vi a mí mismo cantando a través de los ojos atemorizados del ego; me vi cantar a través de los ojos amorosos de Dios, y su luz brilló a través de mí, saturando la sala de una energía que todos sintieron.
Comenzó entonces una ronda de comentarios por parte de mis compañeros. Una dijo que había sentido como una bola de luz saliendo de mí, como un aura. Le dije que la canción se llamaba Nimbo, que es el halo luminoso que se ve en torno a la cabeza de figuras religiosas. Otro dijo que había oído como si algo más estuviese tocando conmigo. Estaba mi guitarra, mi voz, y algo más, que en ciertos momentos fue lo que más resonaba en la sala. Otro dijo que escucharme le había transmitido lo mismo que la primavera, y le dije que acababa de escribir un estribillo que decía “But the Spring returns, and I Will sing.” Otros hablaron de verdad, vulnerabilidad, amor y sanación. Uno, al que vi llorar y temblar, dijo que algo extraño le acababa de ocurrir, como si hubiese tenido una experiencia extracorporal, de la que acababa de volver. Después, abriéndose en canal, compartió que, aunque él siempre tocaba para una persona amada (el vídeo sobre Louis Armstrong era recomendación suya), realmente no sentía amor por sí mismo, y en su lugar muchas veces sentía odio por sí mismo. Lo que le había chocado de verme tocar y hablar, es que podía sentir que yo sí me amaba a mí mismo. Mientras contaba esto, con evidente dolor, sentí una vez más esos ojos amorosos de Dios mirando a través de los míos, y vi a mi amigo, y pude sentir su mente algo oscurecida por ese odio hacia sí mismo, pero también vi más allá, siendo plenamente consciente de su inocencia, el lugar donde él mismo es amor.
Fue una ronda de comentarios profunda, sin duda, y recibí todo ese amor como mejor pude. Pero algo me chirriaba en todo lo que decían, y es que todo lo que decían giraba en torno a Antonio. Pero yo sabía que no era Antonio el que les había hecho sentir así. Igual que nadie llora por lo bonita que es la tele, sino por la belleza de la película y la música que la acompaña, yo solo era el instrumento a través del cual acababa de pasar todo ese amor. Podría haber dicho algo como “Aquello que amáis en mí, todo lo bueno que veis y sentís, es únicamente Dios.” Creo, sin embargo, que estando en el estado en que estaba, todo lo que dije era exactamente lo que tenía que decir. Dudar ahora de si debería haber hecho eso o lo otro es cosa del ego, y no tiene sentido. Cada cual recibió e interpretó esa experiencia a su manera, y ya está.
Al acabar de hablar mis compañeros, mi profe se acercó y me preguntó si podía utilizar sus manos sobre mí. Para ponerlo en contexto, BL es un verdadero maestro de Alexander Technique, una técnica sutil y poderosa de sanación generalmente aplicada a actores, bailarines y músicos. Pero sus habilidades no acaban ahí. Él mismo dice que tiene una cierta capacidad para calmar el sistema nervioso con solo tocarte. He visto a varias personas llorar y dejar ir bloqueos mientras él simplemente ponía una mano en la espalda.
Al poner su mano en mi espalda, a la altura del corazón, mi cuerpo se irguió y cerré los ojos, llevando mi visión interna a mi corazón. Vi entonces, en el centro de mi pecho, la imagen de un feto minúsculo, casi parecido a un anacardo, flotando en el vacío, con mandalas morados abriéndose radialmente. Una luz comenzó a inundar mi cuerpo. Primero bajó de mi pecho, por mis brazos hasta mis manos. Después por mis piernas hasta los pies. Después la cabeza y después más allá de mí. Abrí los ojos. BL dijo “algo ha nacido dentro de ti, y quizás puede tocar contigo.”
Cogí la guitarra y toqué Nimbo una segunda vez.
Al acabar, nadie aplaudió. Todos nos quedamos en silencio. BL dijo “ahora, tocad para Antonio.”
Uno a uno comenzaron a cantar y tocar sus instrumentos. Yo seguí sentado en el centro, bien erguido y con las manos abiertas hacia arriba. Detrás de mí, un batería tocando suavemente los platillos, que sonaban como campanas a un lado y a otro de mi cabeza. A su lado, un cantante que se animó a tocar el piano. A mi izquierda, un cello y un violín tocando notas largas y creando armonías que recordaban a la calidez de Nimbo. Sentado en el suelo junto a mí, un percusionista tocando las tablas. Delante de mí, el trompetista que acababa de salirse del cuerpo, no cogió su instrumento, y en su lugar cantó con una voz muy aguda y bella. A mi derecha, más cantantes y percusionistas. Todos improvisando, reflejando las cualidades de la música que acababa de tocar. Cerré los ojos, y sentí que una cascada de amor se vertía sobre mí. Me abrí a ella y sentí entonces que no eran mis compañeros tocando, era Dios. El Universo tocaba para mí, lleno de amor. No sabía si reír o llorar, así que hice ambas.
Pasé el resto de la tarde digiriendo toda esa experiencia. Me dolía el pecho, que se había dado de sí. De tanto dar las gracias, entendí que puede que eso sea el estado de gracia: un agradecimiento tal que, al mirar al mundo, uno solo ve a Dios sonriendo, ofreciendo la vida como un regalo.
Esta mañana, le contaba todo esto a JR, mi maestro de qigong, agradecido por su ayuda en toda esta historia. Al principio recibe mis noticias con alegría. Pero después me alargo contándole cosas, intentando exprimir un poco más la belleza del pasado, y Joe me corta diciendo: “Whatever, haha! Whatever happened in that class is gone. It doesn’t exist anymore. Everything is like a fart in the breeze.” Los dos nos reímos. Todo es como un pedo en la brisa. Qué bruto es, y cuánta verdad. Para el que busca la verdad, el pasado no ofrece nada. Dejamos de hablar, cerramos los ojos, y nos deslizamos hacia adentro, hacia el ahora, donde Dios siempre espera con nuevos regalos.
Con todo mi amor,
A.