19. Entra En Esa Cueva

Vuelvo a la imagen utilizada por Jesús sobre la viña: Él es la viña, y Dios es el jardinero. Nosotros somos las ramas de la viña. El Jardinero quita las ramas que no dan fruto, y las que sí dan fruto las poda para que den más fruto.

También dijo Walt Whitman en su poema “Canto a Mí Mismo”:

¿Me contradigo?

Muy bien, entonces me contradigo,

(Soy inmenso, contengo multitudes.)

Hace ya más de un año desde que descubrí a Cristo, despierto en mi corazón, y desde entonces mi vida ha sido como esa rama que el jardinero va podando. Sigo conteniendo multitudes, pero ya no somos tantos.

Jesús dio un mandamiento: que nos amemos los unos a los otros como Él nos ama.

De entre esa multitud, ¿cuántos cumplen ese mandamiento?

En este último año y medio, los que sí lo cumplen han prosperado y los que no, se han ido marchitando y deshaciendo.

El que sí ha prosperado es el que busca una relación que pueda llevar a formar una familia. El que no, el que nunca llegaría a saciarse ni aunque tuviera un harén.

El que sí ha prosperado es el que canta. El que no, el que teme hacerlo.

El que sí ha prosperado es el que busca la paz en sus relaciones. El que no, el que guardaba resentimientos.

Y así, la multitud avanza a través de los campos de Dios.

Hace un mes que acabaron las clases en Berklee. Mi plan en este tiempo era leer, pintar, componer y hacer todas las cosas que no había hecho hasta ahora en Boston. Lo que ha ocurrido ha sido muy distinto. Al acabar el cuatrimestre, oí sonidos que llegaban de una parte oscura de mi mente en la que todavía no había entrado. Sentí un impulso muy fuerte: “entra en esa cueva.” Intuí quién me esperaba ahí: uno que me ha hecho sufrir toda la vida, y en especial estos últimos dos años. Así que me metí en la cueva, antorcha en mano, y rezando todo lo que sabía rezar.

Comencé una práctica de qigong diseñada para procesos de purificación profunda, que supuestamente había que hacer durante 40 días. En total me llevaba unos 45 minutos por la mañana y otros 45 por la noche. Paré a la semana. Funcionar en el mundo se volvió imposible, y me sumí en una contradicción sin sentido en la que me sentía bajo ataque constante. Sin entrar en mucho detalle, sentí que iba a ser rechazado y que iba a fracasar personal y profesionalmente. Fueron dos días de travesía por el desierto. Pero aquello era una ilusión, y como el que se despierta de un mal sueño, el conflicto se deshizo en el momento en el que decreté que, pasase lo que pasase, dejaría de castigarme y me amaría a mí mismo de forma incondicional. ¡Puff! El conflicto se esfumó, y el resto del día fue maravilloso.

Sintiendo que había resuelto aquello, abandoné la práctica de 40 días y decidí descansar.

Sin embargo, poco a poco, ese yo temeroso, humillado y castigador comenzó a volver sin casi darme cuenta. No sé muy bien cómo avanzó la cosa, pero sí sé que este viernes pasado, una vez más, mi mundo interno estaba sumido en un conflicto aparentemente irresoluble.

De nuevo, sentí el impulso de coger la antorcha y meterme de lleno en la cueva. Eso hice, y el dolor se intensificó, como si, al acercarme al dragón, la temperatura comenzase a aumentar de forma insoportable. Aquí es donde, si no fuese de la mano de Cristo, no habría dado un paso más. Pero a través de la oración, seguí avanzando y, finalmente, encontré lo que andaba buscando.

Era la vergüenza: el yo que se había sentido rechazado y humillado, y que desde entonces vivía ocultándose de los demás y castigándose a sí mismo por no encajar. “Soy un inadaptado”, decía. “Si te muestras tal y como eres serás rechazado de nuevo”, sentía.

Un llanto de humillación pasó a través de mí, y con él pasaron varias imágenes por mi mente. Eran todos los momentos de mi vida en los que me sentido rechazado por mis amigos y otras personas a las que quería. Es algo que me ha ocurrido en varias ocasiones a lo largo de mi vida. La más reciente en el otoño de 2022. Después de aquella, mi vida en Berklee se complicó mucho, y tendí poco a poco al aislamiento, sin darme muy bien cuenta de qué estaba pasando. La más antigua, ocurrió cuando tenía 5 años, y la volví a ver con claridad como si la estuviese viviendo de nuevo, solo que esta vez hacia atrás y de la mano del perdón.

En esa visión de la infancia, me vi a mí mismo sentado en el suelo del recreo, detrás de una pequeña fuente y con la espalda contra una valla, mientras mis dos mejores amigos (y el primo de uno de ellos, que se apuntó también) me insultaban, gritaban y castigaban. No sin razón; había sido un pequeño tirano con ellos. Recordé, al ver este dolor pasar, cómo les solía poner puntuaciones según lo buenos amigos que eran para mí. Si eso no era suficientemente, el hecho es que a uno de ellos le daba siempre puntuaciones altísimas “F. tiene veinte mil millones de trescientos mil puntos” y el pobre E. siempre tenía apenas dos o tres. Como dije, un pequeño tirano.

Entendí entonces cómo aquel dolor se quedó en mi cuerpo y mi inconsciente todos estos años, llenado mi vida de vergüenza y temor a ser rechazado. Al haber ocurrido a una edad tan temprana, ese trauma pasó a convertirse en una faceta más de mi personalidad. A pesar de permanecer oculto en las profundidades, se manifestaba en la superficie como una gran limitación a mi autoestima y a mi capacidad para relacionarme con los demás. Pero ahora que la vida en mí se expande imparable y a gran velocidad, había comenzado a sentir que mi personalidad se me estaba quedando dolorosamente pequeña.

Qué bello pensar que ese niño, herido, humillado y avergonzado, al fin se atrevió a salir de su escondrijo, confiando en Aquel que le esperaba en la luz. 24 años después, ese pequeño yo fue encontrado entre el ajetreo de la multitud. Una vez abrazado por esa luz que es Cristo, soltó un último llanto de dolor aliviado, y con él se deshizo para siempre en el Amor.

Quién sabe cómo evolucionará mi personalidad ahora que esa vergüenza ha sido sanada. Quizás descubra que quiero ser bailarín o me dedique a hablar con los desconocidos del bus. A saber. Solo sé que así es como el jardinero va podando poco a poco a la rama, para que dé más fruto todavía.

Con todo mi amor,

A.

P.D.: He estado escuchando este cuarteto de cuerda que Beethoven escribió tras una enfermedad que casi le cuesta la vida. Este movimiento se titula «Heiliger Dankgesang eines Genesenen an die Gottheit, in der lydischen Tonart,» que se traduce como «Canto Sagrado de Acción de Gracias a la Divinidad de un Convaleciente en el Modo Lidio.» Una bellísima expresión del triunfo de Beethoven sobre la adversidad y su gratitud por el regalo que es estar vivo.

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