24. Volverse hacia la luz

¿Cómo se construye un árbol?

Sus hojas absorben el dióxido de carbono (CO2) del aire. Después estas moléculas de CO2 se separan en carbono (C) y oxígeno (O2). El árbol se queda con el carbono y desecha el oxígeno. Al mezclar el carbono con el agua y unos pocos minerales de la tierra, crea la sustancia con la que va generando la madera de su cuerpo.

¿Y cómo hacen las hojas para romper las moléculas de dióxido de carbono? Ahí es donde entra el sol, que con su luz aporta la energía necesaria para lograr esa división (fotosíntesis).

Si, al cabo de un tiempo, esa madera se expone al calor suficiente, el proceso opuesto comienza. Se produce una reacción en cadena en la que el oxígeno del aire se vuelve a unir con el carbono de la madera, separándolo del agua y generando de nuevo el dióxido de carbono. Y la luz del sol, que había quedado almacenada en la madera, se vuelve a liberar en forma de fuego. Lo que vemos en una hoguera es la luz del sol.

Los seres humanos no somos muy distintos.

Vivo dos vidas paralelas. En una, soy un hombre, finito y mortal, tratando de vivir de la mejor manera posible en su paso a través del tiempo. En la otra, soy algo mucho más abstracto, algo que no tiene una forma concreta, una energía que fluye a través del hombre y lo va animando, transformando y abriendo.

Soy el árbol, con un cuerpo hecho de carbono. Y también soy la luz del sol, que un día sirvió para construir ese cuerpo, y que ahora, en la reacción en cadena llamada fuego, vuelve a emitir su luz y su calor.

Desde la perspectiva del carbono, vivo en un mundo hecho de carbono. Desde la perspectiva de la luz, vivo en un campo infinito de energía en movimiento.

Desde la perspectiva del hombre, vivo en un mundo de materia. Desde la perspectiva del espíritu, vivo en un campo infinito de amor. Ambos mundos se encuentran y crean mutuamente en el fuego de la transformación espiritual.

Las dos vidas son, de manera paradójica, una sola experiencia y un solo camino, al menos mientras dure este cuerpo. Muchas veces lo olvido, y al mirar solo encuentro al hombre, separado e ignorante, imperfecto y asustado. Entonces sufro y rezo mientras siento cómo la marea del mundo me arrastra de un lado para otro. Lo que busco con esa oración es recordar mi otra naturaleza, la real, la eterna. Lo que busco es aquello que ya soy, pero que por algún misterio se mantiene oculto. Y ahí la gran paradoja: estoy inmerso en una gran aventura, un peregrinaje largo y sinuoso a Santiago, pero en ningún momento he salido de su catedral. Eso es lo que recuerdo cuando mi oración es contestada y Dios decide tocarme con su amor e iluminar por un momento mi verdadera condición eterna.

Este verano memoricé un pasaje de Un Curso de Milagros, que recontextualiza por completo qué es el Juicio Final. Este es el Juicio Final del Dios de mi comprensión, el Dios del amor y la salvación, no el del miedo y el castigo:

“Tú sigues siendo Mi santo Hijo, por siempre inocente, por siempre amoroso y por siempre amado, tan ilimitado como tu Creador, absolutamente inmutable y por siempre inmaculado. Despierta, pues, y regresa a Mí. Yo soy tu Padre y tú eres Mi Hijo.”

Ese es el fin del viaje, pero también es el inicio y cada paso adelante en el camino. Eso es lo que vi el día de mi primera epifanía a los 21 años, chispa inicial que arrancó esta hoguera.

Este verano, mi vida de hombre finito ha fluido como un río algo turbulento por tierras españolas. Digo turbulento, porque cuanto más tiempo paso viviendo fuera, más aumenta mi caudal, y más se desdibuja mi surco antiguo. Así que siempre que vuelvo tengo que abrir un surco nuevo y más amplio por el que poder fluir tranquilo, y eso conlleva sus fricciones. Siempre hay algo de roca que romper. (La roca solo está dentro de mí, aunque a veces cometa el error de proyectarla ahí fuera).

He dedicado una gran parte del tiempo a estar con mi familia y, en menor medida, con amigos. Parece que en mi corazón esa era la prioridad, y lo he respetado con alegría y agradecimiento por tener una familia tan bella y amorosa. Aunque también he sentido algo de pena, al ver a mis amistades languidecer un poco por la falta de riego. Pero confío en que las amistades auténticas, las que realmente están basadas en el amor y no en alguna forma de comercio emocional, se mantendrán fuertes y vivas, porque el amor real y la buena voluntad tienen sus raíces más allá del tiempo.

Por la razón que sea, este verano me tocaba estar en familia, y quiero compartir un momento que hoy me ha vuelto a la mente, y que ha inspirado esta carta.

Ocurrió con mi abuelo, que tiene 94 años, con el que pasé unos días en Cantabria. Su cuerpo se va apagando, cada vez más lento y pequeño. Sigue andando, aunque los paseos, que fueron una constante durante toda su vida, ahora son principalmente en silla de ruedas. Por otra parte, su mente, que siempre había sido un verdadero prodigio en cuanto a memoria, conocimiento e inteligencia, ahora se encuentra confusa, olvidadiza, y las palabras se le han desordenado tanto que ya rara vez encuentra las que necesita para hilar sus frases. Resulta, por lo tanto, cada vez más difícil conectar con él de una manera significativa.

Cuando mis tíos me dijeron que se lo llevaban unos días al norte, sentí que debía ir con ellos, porque sabía que algo dentro de mí sigue conectando con algo dentro de él. En nuestra vida de hombres tenemos poco en común; son momentos vitales muy distintos. Pero en nuestra vida interior, la del alma, hay una afinidad. Ambos vivimos de cara a lo desconocido y en una soledad interior cada vez mayor. Supe que tenía que ir con él y hablar sobre la muerte. Así que eso hice.

La primera mañana, ya asentados en la casa, me levanté y en seguida me puse a hacer mis prácticas: leí mi lección del día de Un Curso de Milagros, medité un rato, hice yoga y luego qigong. Además sentí que debía ayunar todo el día, así que claramente iba a ser un día dedicado al espíritu.

Era consciente de que quería hablar con mi abuelo, pero dado que el tema de la muerte se escapa por mucho a mis capacidades humanas, mi actitud interna aquella mañana giraba en torno a estas palabras de Jesús:

«No os preocupéis por cómo o qué hablaréis, porque en aquella hora se os dará lo que habéis de hablar. Pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.» [Mt 10,19-20]

Bajé y me encontré a mi tío desayunando, y de forma espontánea ya nos pusimos a hablar sobre la muerte y la reencarnación. Mi abuelo pasaba por ahí y se unió, pero aquella conversación no duró mucho más porque mis tíos se tuvieron que ir de recados. El grupo se disolvió. Poco después, me reencontré con mi abuelo, sentado en el porche. Me senté a su lado y volví a sacar el tema de la muerte.

Lo que sucedió entonces no lo recuerdo del todo bien. Entré en un estado similar al que experimento cuando escribo canciones desde la inspiración. Nunca recuerdo muy bien qué ha pasado. El tiempo pasa de otra manera, y no sé si han sido 10 minutos o dos horas. Lo único que sé es que había un estado de concentración extremo y que, al acabar, hay una nueva canción que ha llegado como dictada, como un regalo. Esta conversación con mi abuelo fue exactamente así, con lo cual no recuerdo en detalle lo que dije. Sé de qué iba más o menos, y eso trataré de transcribir ahora, teniendo en cuenta que ahora habla el hombre, de memoria a ordenador, y no el Espíritu, de corazón a corazón:

“Al cuerpo, antes o después, le llega su fin. Pero nosotros no somos solo un cuerpo, somos espíritu, y el espíritu no muere nunca. El espíritu es la vida misma, que ahora anima este cuerpo y todos los demás. Y cuando este cuerpo ya no pueda seguir, lo abandonará y seguirá su viaje. La vida no muere, solo cambia de forma. A ese nivel esencial, siempre hemos sido y nunca dejaremos de ser.

Este cuerpo es como un vehículo que podemos utilizar en el mundo para ir a distintos lugares a nivel espiritual. Sin embargo, al nacer olvidamos esto, con lo que nuestra condición es extremadamente difícil. Por eso vino Jesucristo con la siguiente promesa: mientras estés en este mundo, trata de amar de forma incondicional, y si lo haces en Mi nombre, en el momento de la muerte seré tu portavoz en el cielo.

Tú has construido tu vida en base a los valores cristianos y, ahora que estás al final de esta encarnación, Jesús no te va a abandonar, por muy desorientado y desconectado que te sientas. Apóyate en esa promesa como te apoyas en tu bastón. No tienes que hacer nada. Descansa. Déjate cuidar. Déjate llevar. Estás en buenas manos.”

Sentí, hacia el final de esa transmisión, cómo algo, en otra dimensión más sutil, se abría y expandía, como el aire dentro de un globo al estallar, aunque en perfecto silencio. Creo que lo que sentí fue la paz tocando nuestros corazones, relajándolos instantáneamente, reconociendo que lo que somos en realidad está más allá de cualquier peligro para siempre.

Él me miraba atónito, aunque también totalmente relajado. Sé que, aunque en una conversación normal las palabras se le mezclaban y se acababa desconectando, estas palabras las estaba entendiendo perfectamente. Me dijo:

“¡Qué bonito y con qué claridad lo explicas! Sin duda me reconforta.”

Le dije entonces:

“Esta claridad y belleza es señal de que estas palabras no vienen de mí, sino del Espíritu Santo. Llevo toda la mañana meditando y rezando, pidiendo ser utilizado como instrumento para poder transmitirte lo que fuese que necesitases oír. Y creo que esto ha sido.”

La energía en aquel momento era realmente divina, y los dos estábamos inmersos en ella, con los ojos llorosos.

Se quedó pensativo, o más bien contemplativo, se giró en la butaca y miró hacia el prado de enfrente, donde unas vacas pastaban al sol. Entonces dijo, con una serenidad profunda:

“Ahora entiendo qué es la comunión.”

Y los dos nos quedamos en silencio, totalmente conmovidos, conscientes de esa misteriosa unidad.

En una dimensión, había dos hombres, uno viejo y otro joven, uno abuelo y el otro nieto, dos vidas en puntos muy distintos del viaje, mirando a unas vacas pastar.

En otra dimensión había un solo fuego: dos almas sin edad, fundidas en ese momento como una sola, muy quietas y llenas de asombro, contemplando la catedral de la que nunca habían salido y que ahora recordaban, conscientes de una Presencia que se dejaba conocer en la paz que sentíamos en nuestros corazones, en la alegría de ese regalo que acabábamos de recibir, y en el amor que compartíamos el uno por el otro y por algo mucho mayor que ambos.

La foto del inicio la tomé justo después de esa conversación. Esta, al día siguiente, jugando con el viento que subía desde el mar.

Para acabar, dejo por aquí un poema corto de James A. Pearson que se ha convertido en uno de mis favoritos. Lo pongo en su inglés original junto con una traducción:

Sometimes your next
halting step
is more powerful
than the grandest vision.

All a leaf knows
about building a tree
is to turn towards the light.

Y en castellano:

A veces, tu siguiente
paso vacilante
es más poderoso
que la visión más grandiosa.

Todo lo que una hoja sabe
sobre cómo construir un árbol
es volverse hacia la luz.

Con todo mi amor,

A.

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